jueves, 25 de abril de 2024

Sol Mayor

 


    Podría haber estado en la parada de colectivo horas, bueno no sé si horas pero si un buen rato. Me quedaba parado mirando ese infinito que forman los cordones de calles intentando calmar mi ansiedad, cosa que lograría si veía doblar varias calles más abajo el colectivo que me llevaría hasta lo de Marcelo, mi profesor de guitarra. 

    No tendría más que catorce años, un par de años menos que los que tiene mi hijo ahora, llevaba el pelo largo, zapatillas negras, jeans negros, remera negra y estaba parado en la esquina del barrio más tierno y dulce del mundo queriendo ser un animal metálico. 

    A esa edad podía quedarme mirando instrumentos en una vidriera sin siquiera saber si eran buenos o no, si sonarían bien y hasta en algunos casos, sin poder imaginar el género musical en el que podían ser empleados. Si me miraban fuerte y me preguntaban cuál era un bandoneon y cuál un acordeón, arriesgaba transpirando y palpitando temiendo confundirme. Quería impresionar, quería mostrar que sabía. 

    Ese día de la parada el viaje había comenzado horas antes en casa, ponía y sacaba la guitarra eléctrica de su funda unas cuatro veces cada diez minutos. La sacaba y tocaba,luego pensaba que se podía cortar una cuerda o podía romperse el cable o la correa y la volvía a guardar, soñando con el momento en que la podría usar en clase. Sería la primera vez que la llevaría a lo de mi profesor, que siempre me prestaba una Kramer que tenía con algunas modificaciones, que nunca supe cuales eran pero sospechaba de algunos injertos de plomo en el cuerpo porque pesaba una tonelada. Me resultaba cansador sostenerla en la pierna durante la clase, pero tenía un mango dulce, terriblemente dulce que dejaba deslizar los dedos con una facilidad que me provocaba querer prender fuego la criolla que había en casa, la única con la que podía practicar. 


    Cuando se acercó la hora de partir me preparé meticulosamente. Me vestí tomando con mucho cuidado los pasos con los que ejecutaba la tarea, como si la excepcionalidad del evento demandara una ejecución total y absoluta de todas las acciones que restaban por delante. Hasta había pensado como sería la frase que le pronunciaría al chofer del colectivo para pedirle mi boleto. 

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El colectivo finalmente llegó y fui a sentarme a un asiento libre que había, guardando cuidadosamente de no golpear la guitarra contra nada, sosteniéndola entre mis piernas y aprendiendo a cuidarla como nunca había logrado cuidar nada, a pesar de haberlo intentado. 

    A mitad de camino pensé que había olvidado en casa la carpeta donde guardaba las hojas pentagramadas donde mi profesor anotaba los ejercicios, acordes, progresiones o escalas. La tenía en la mochila, pero entonces habría olvidado algo más porque los nervios me estaban comiendo vivo. Solo me calme al pensar que podría mostrarle lo bien que me salía el último ejercicio que había practicado bien. 

    Pronto estuve frente a la pequeña casa y como llegué temprano, escuchaba desde la puerta al alumno que aún estaba practicando unos acordes que no lograba reconocer. Claramente era alguien más avanzado que yo y estaba aprovechando las inversiones que tanto le gustaban a Marcelo. 

    El tiempo se agotó, se dejaron de escuchar las guitarras y al corto rato la puerta del frente se abrió. Salió un chico algunos años más grande que yo, pensativo y ensimismado. Guardaba unos papeles sin el menor cuidado en una mochila que no cerraba bien y pasó a mi lado sin prestar la más mínima atención.

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    Era una linda guitarra, me dijo mi profesor. La había estado espiando en un catálogo de Ibanez que no sabía ni de donde había salido y estaba al final. El orden del catálogo era de mayor a menor categoría. En las primeras páginas estaban las mejores guitarras, las que eran modelos dedicados a guitarristas famosos o históricos de la marca, y a medida que avanzabamos por las páginas comenzaba a bajar la categoría. Mi guitarra estaba en la última página. Pero yo sabía que esa última página era mejor que muchas otras guitarras. En el catálogo la imagen de la guitarra era un azul francia profundo, con micrófonos negros y detalles en nácar. Estaba enamorado, pero el día que fuimos a comprarla solo la tenían en negro y así fue como mi guitarra fue negra y menos mal que así fue porque pronto conocí a un chico que tenía la azul y cuando la ví en vivo no me gustó. 

Ese día en la clase solo podía pensar en mi guitarra y lo linda que se veía, lo lindo que sonaba y lo liviana que era. Creo que Marcelo no me pudo enseñar nada en aquella ocasión, pero supo dejarme disfrutarla. Como seguí haciendo años luego y como sigo haciendo hoy. 

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    Pasaron muchos años de esa aventura, pero se ha elongado en el tiempo y cada vez que me cuelgo la guitarra siento que entrecruzo mis dedos con ese otro yo que tenía catorce años y que la plástica del tiempo es otra, más electrica, más continua. 

    Hay pocas cosas que perduraron en el tiempo como esa, todas son hermosas y algunas otras que no duraron tanto, también lo fueron y lo son en mi recuerdo. Me hace feliz pensar que todos los días domino un poquito más el instrumento y aunque esté muy lejos de ser bueno, si creo que dejé de ser sordo, o un poco al menos. 

jueves, 18 de abril de 2024

Tóner

 


    Priming the pump fue la frase que escuché, que leí en realidad, hace muchos  años cómo explicación al bloqueo para escribir. Una bomba de agua manual necesita que una sección del caño que desciende esté llena de agua, en su circuito, bombear en vacío no surte efecto ya que la mecánica de la bomba requiere que se cumpla una cierta condición inicial. Entonces esa frase hace alusión al acto de preparar las condiciones para comenzar una operación, ya que sin esas condiciones cumplidas no es posible hacer funcionar el mecanismo. 

    Para escribir, algunos de nosotros al menos,  precisamos inicializar la bomba, que puede ser cualquier cosa, pero una vez que bombeamos las primeras líneas, las siguientes comienzan a fluir, y claro, cómo todo mecanismo, funciona mejor con el uso frecuente, si se lo deja quieto por mucho tiempo, cuesta más la inicialización. 

    Priming the pump, me gusta la frase, la entiendo, la creo, la respeto. 

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    Ahiro levantó la hoja de la impresora, miró el tóner depositado y aún caliente en la hoja, sintió su olor que ascendía hasta sus fosas nasales atravesando el aire filtrado de la oficina y se preguntó cómo era el proceso que permitía que unas partículas de tinta seca se depositaran sobre el papel, lo abrazaran y se
unieran a él de tal modo que ya no se pudieran soltar. Miró el papel durante unos segundos, que no llegaron a un minuto, pero eran suficientes para llamar la atención.

    Miró distraídamente a su alrededor para saber si alguien lo estaba observando, pero se acordó que en ese piso nadie le importaba a nadie, lo que genera que rara vez alguien preste atención a lo que uno hace. Mismo aunque un par de ojos estuvieran apuntados en su dirección, no lo estarían observando. Learning new skills: regarding the void in your path era el libro que había terminado de leer hacía unos meses, donde el autor explicaba con términos cómo ...in your general direction... o ...the void is everywhere even though it doesn't exists... la idea de estar presente en un lugar sin llenarlo, sin estar, generando un vacío. Ahiro pensó en su perfil de Instragram

    Volvió a mirar la hoja que había tomado de la impresora, pero esta vez no observó el vacío de la hoja, ni el tóner, ni la fibra del papel, sino el sentido que tenían las lineas dibujadas que formaban letras, que a su vez formaban palabras, que a su vez formaban oraciones, que componían párrafos, que describían el perfil de la persona que se postulaba para el puesto. Ese puesto que no existía, pero la persona pretendía, que la empresa ofrecía y que el proceso marcaba cómo necesario pero que él y todos los otros sabían que no existía, ya que no era una cosa, era un vacío compuesto. 

    Sentado en su escritorio continuó escrutando la hoja de papel, precisaba sintonizar una de sus representaciones, no cualquiera. Necesitaba ver la hoja e interpretarla cómo una hoja de vida, o un Curriculum Vitae cómo lo llamaban allí. Curriculum Vitae significa algo así cómo carrera o recorrido de la vida. Nada de todo eso tenía sentido. Se llama Sofía, tiene una cierta edad adecuada para el puesto, tiene formación en el puesto pero no sabemos si entiende eso en lo que se formó o si puede utilizarlo. Sabe hablar algunos idiomas, no son requeridos pero se puede utilizar cómo parámetro de sus capacidades. Realizó uno o dos trabajos que nada tienen que ver con este pero demuestran ciertas aptitudes. Hay una zona del papel que es levemente más oscura que el resto, papel reciclado. El tóner quedó un poco claro a lo largo de una linea vertical, el cartucho debe tener problemas, o tal vez se está acabando, dicen que hay que sacudirlo cada tanto. 

    Ahiro levantó la vista y pensó que debía concentrarse en esa porción de vacío, en el que tiene por delante pero le escapa, no en el otro vacío que lo persigue y lo envuelve, lo acosa, lo atormenta. Bajó la vista y vió el papel nuevamente, pero al igual que la última vez no era una hoja de vida, eran garabatos sin sentido, eran partículas de polvo prolijamente depositadas en la hoja por medio de una tecnología avanzada que pocos de los usuarios comprendían. Incluye láser, polarización de elementos, transferencia por calor y mecanismos de empuje coordinados. Todo para dibujar una hoja, un papel, para describir otro vacío sin sentido ni poder describir a una persona, para ocupar un puesto, un lugar en el otro vacío. Volvió a levantar la mirada y se topó con la tela gris de su cubículo, le daba paz, era uniforme y tranquila.





jueves, 11 de abril de 2024

Actividades

 


 
    Estaba en la playa, mirando el primer pliegue de mi panza, sintiéndome bien con mi pelo, que acababa de cortar. La camisa era nueva, estilo retro y la llevaba sin abotonar, caía a mis lados y su pálido crema pincelado con  palmeras contrastaba con mi bermuda naranja. Me miraba los rollos, miraba la camisa, 
miraba mis manos. 

    Alcé la vista buscando un poco de refugio, el paisaje era inmejorable, Ipanema es una de las mejores playas de Río y fuera de temporada hay muy poca gente a pesar de que el clima está tan rico. 

    Mi mirada abarcaba el cielo y el mar, las nubes en el horizonte, el morro Dois Irmãos y mi vaso a medio llenar de caipirinha. Me sentí un estúpido. Pensé en volver al hotel y simplemente echarme en la cama hasta la noche, bajar a cenar solo al restaurante de la esquina cómo había hecho las últimas noches y esperar al momento que se me durmieran los labios con el alcohol. Luego conversaría con los mozos y los escucharía darme su felicitación por mi portugués, los escucharía melosos decir  que a pesar de mi sotaque se me entendía muy bien. Y nada de todo eso me generaría  la más mínima emoción. 

    Mi itinerario sería el mismo de los días anteriores: del restaurante directo a la barra del bar del hotel, pedir dos o tres tragos mientras escuchaba a un perfecto pianista tocar sin emoción el  repertorio de bosa nova que le demandaba el hotel y cuando ya no pudiera más volver arrastrado a mi habitación, ducharme y dormir hasta el mediodía, momento en el que bajaría con mi camisa, mi traje de baño, mi sombrero y mis lentes de sol para caminar descalzo por las calles hasta llegar a la playa y volver a repetir el ciclo. Sentía que estaba cómo entrenado para eso, para repetir el ciclo, esperando que algo extraordinario suceda. Nunca sucede.

    Estaba a punto de convencerme que otro atardecer en Ipanema no tenía nada para ofrecerme cuando vino hasta mi, Daniela. Se sentó a mi lado al igual que días atrás y destapó una cerveza que tenía en la mano. En silencio, nos quedamos mirando las olas y el sol bajar. 

    Había un pequeño resquicio de felicidad en esos actos. Yo estaba condenado al más allá de todo, ya no había estímulo que me generara el más mínimo interés, pero debo decir que el pequeño vertigo que me generaba su presencia era una molestia muy gratificante. 

    En la segunda o tercera semana de estar ejecutando mi ciclo de forma impoluta, en ocasión en que tenía una pequeña caja térmica con latas de cerveza, se acercó Daniela y me pidió una de ellas con una sonrisa encandilante. Tiene esa forma de reirse hasta con los ojos tan propia de algunas mujeres. Tomé una lata y sin mirarla se la extendí, mientras le decía que no hacía falta ninguna mímica, la respuesta sería``si o no'' solo dependiendo de mis ganas de tomar y la cantidad restante. 

    Durante  cuatro tardes siguió repitiendo su rito, llegaba, posaba, sonreía, me pedía que le convidara de lo que estaba bebiendo y luego de un rato simplemente se marchaba. La cuarta ocasión fue distinta, se sentó luego de recibir su cerveza y comenzó a hablarme sin esperar que la escuchara, sin esperar a que le respondiera. Me contó que se llamaba Daniela, que hacía veinte años vivía en Río y que no recordaba cómo había llegado. Dijo que todos los hombres eran unos imbéciles y fue en ese momento cuando le dirijí mi primera mirada. Se disculpó e hizo un gesto con la lata, cómo para no quedar desagradecida y luego simplemente se quedó callada. Yo solo dije que la entendía y seguí bebiendo de mi lata. Luego de eso estuvo varios días sin aparecer. 

    El día en que volvió, lo hizo con tres o cuatro de esas botellas pequeñas, se quedó con una y depositó las restantes en mi cajita térmica. Bebió en silencio y con la mirada en el horizonte, cerca del sol. Fue la primera vez que la miré profundamente, escrutando las marcas en su cara, en los ojos, las lineas de su nariz, los poros, lo hermoso de sus oscuros ojos, la forma lenta que tenía de parpadear. Me imaginé la cantidad de hombres que perdieron la razón por culpa de esta mujer pero no pude ver el rastro de ninguno de ellos en su expresión. Cuando se movió para tomar otra botella de cerveza le conté por qué estaba allí, en cinco palabras. Se quedó inmovil con la mano sobre el cuello de la botella y luego de dos o tres parpadeos, sin cambiar la expresión de su rostro, simplemente asintió, tomó la cerveza y luego de destaparla se dedicó a beber en silencio. Así nos quedamos hasta que el sol desapareció. Se levantó un momento después y mientras sacudía la arena de sus ropas y su cuerpo, me agradeció por estar allí y me miró. Supe que se estaba despidiendo. 

    Esa noche volví al hotel, junté las cosas y dejé todo preparado para irme al otro día. No cené, no salí, no hablé. El día siguiente por la tarde, subí al asiento trasero de un auto que me llevaría al aeropuerto. Mientras recorría los caminos de cemento y pintura, me imaginé sentado en la playa cómo había estado todos los días. Como todos los días llegaba Daniela, pero ese día hablábamos y llorábamos, nos reíamos y nos amábamos, para después volver a ser dos perfectos desconocidos. 

    El avión despegó puntual y cuando viró pude ver el Pão de Açucar, vi el teleférico surcar el aire, parecía que volaba, cómo si los cables no estuvieran. Pero estaban.  

    Nunca me subí. 

jueves, 4 de abril de 2024

Abaco

 


    Diana caminaba por la vereda de la farmacia, hacía treinta y ocho años que vivia ahí, pero el calor de la masa de cemento y ladrillo seguía sorprendiéndola con el calor agobiante que despedía a la tarde. A veces pensaba que de quedar ciega podría reconocer esa esquina tan solo por la energía que emanaba, mismo en el frío del invierno. 

    En la vidriera del negocio de al lado, una agencia de turismo, leyó un cartel que mostraba a una mujer de anteojos muy moderna, con un tailleur azul oscuro y una camisa blanquísima, el pelo atado y cara de concentración. A un lado la imagen transicionaba a la misma mujer en traje de baño en una playa Siciliana, con el pelo suelto y una gran sonrisa bajos los grandes lentes oscuros que tapaban  buena parte de su cara pero nada de su expresión de felicidad. La transición de imágenes estaba acentuada por la palabra oppure, que Diana no supo interpretar porque no conocía el italiano. Pero si algunas frases de nessum dorma y allí se fue tarareando la canción de Turandot. 

    Entró al vestíbulo de la casa y se quitó los zapatos, se agitó la remera para ventilarse el cuerpo caliente y recitaba a viva voz:

    - Delgua note, tramontana estele... al alba vinchero!!

    Su abuela se asomó desde el arcada que formaba la escalera al cruzar el vestíbulo y daba paso a la cocina y amablemente, sin dejar de sonreirle le dijo:

   - Dilegua o notte, tramontate stelle, tramontate stelle, all'alba vincero... ¿Era eso lo que cantabas? Creía que lo tuyo era Iron Maiden, no Puccini.

    Diana se quedó meditando sobre esto último mientras buscaba una silla en la mesa del comedor, almorzar en casa de la abuela una vez por semana no se había interrumpido nunca, ni cuando se casó ni cuando se divorció. Claro que cuando se casó se mudó solo a dos cuadras y luego del divorcio volvió a la casa de sus padres, ya vacía después del accidente. La abuela no la había abandonado nunca, ni en la presencia, ni el espíritu. Diana no sabía si había otras formas de abandono, pero en todo caso su abuela no la había abandonado de ningún modo. Diana sabía que su abuela tenía otros nietos, pero también sabía, o creía saber, que ellas dos tenían un vínculo especial. 

    Era cierto lo de Maiden pero ¿por qué una cosa quitaría la otra? La banda británica tiene por autor en sus letras a alguien que no teme recurrir a los clásicos y eso produce canciones como Flight of the Icarus o Rime of the ancient mariner a la cual no sé cómo reaccionaría Coleridge si la pudiera escuchar, pero vamos, que linda canción. 

    Mientras esperaba que su abuela viniera con la fuente de comida a la mesa, tomó un album de fotos que estaba sobre ella y comenzó a recorrer esas gruesísimas hojas acartonadas que sostenían las fotos, separadas por papel manteca. Había fotos de su primo Luca bebé con el nonno Massimo y otra de Guillermina cuando era joven, sola bajo un sol terrible, en la plaza de la estación, que en esa época no era más que un desierto prolijo, con proyectos de árbol que eran solo palitos. Los ojos de Guillermina penetraban en la foto del mismo modo en que la habían recibido cuando sonreía bajo la arcada y amorosamente recitarle la letra de Nessun Dorma en italiano, idioma que ella misma tuvo que aprender para hablar con la familia de Massimo. En la siguiente hoja estaba Diana siendo bebé, con sus padres jovensísimos. Su padre tenía  una sonrisa que ella había visto pocas veces en vivo, el pelo morocho y tupido y la cara limpia, sin barba ni bigote. Había visto esa foto miles de veces, pero cada vez que se topaba con ella volvía a sentir el vacío por el que caía, un vacío repentino y fresco, como si se rompiera una rama debajo de nuestros pies al estar trepados a un árbol. 

    Los fideos estaban listos, fueron servidos en una fuente, bañados en tucco y bombardeados de pequeñas albondigas que podían comerse de a dos o a tres a la vez. El olor del tucco de Guillermina era siempre increíble y para Diana esa era la mejor pasta que había en el planeta, a pesar de que sabía bien que no podía ser cierto porque el nonno toda la vida le había dicho a Guillermina: `tal vez la próxima finalmente lo logres' antes de comer el plato que tenía por delante como si fuera la mayor de las delicias.  

    Lentamente mientras Diana comía los fideos con paciencia y dedicación, observó el silencio entre ella y Guillermina, entendió que aquello no era un vacío, una falta de algo, sino que era parte de ese juego que había en la vida. Recordaba como el Magister Ludi podía atravesar una partitura musical con un análisis matemático que derivaría en una estrategía del ajedrez que sería comparable con un Haiku que luego nos dejaría reflexionando sobre nuestra vida. Siempre le había atraído la idea de poder hacer algo semejante, desde su adolescencia, y entonces todo: Puccini, Maiden, los fideos, los silencios y el calor que salía de las paredes, estarían relacionados entre sí, aunque sea por la más abtracta de sus formas, la forma que tomaba ella mientras masticaba las albóndigas. 

    - ¿Querés un poco de vino?

   - No Guille, ahora en un ratito tengo una reunión de trabajo y me voy a quedar dormida frente al monitor. Gracias. 

    La tarde dió paso a la noche, pero ni aún así refrescó. 

viernes, 29 de marzo de 2024

Susurros

 


Es la cuarta vez que escribo el título y dejo que me signe. No todo acto es político, no todo hambre es el mismo. 

No sé que quiero decir con eso pero ya lo escribí varias veces, evidentemente es algo que quiere vivir a través de mi de algún modo. 

Escuchaba como entrevistaban a un escritor, lo escuché en la radio en un idioma que no manejo muy bien así que puede que haya entendido cualquier cosa, pero básicamente el entrevistador (me parece la mejor manera de clasificarlo, periodista es otra cosa; el otro apelativo podría ser conductor pero la verdad es que no me queda claro qué conducen, algunos realmente hacen el trabajo de llevar la emisión de un lugar a otro y elegir el rumbo, entiendo en ese caso el calificativo, pero simplemente llamar así a alguien que está detrás de un micrófono me resulta inadecuado) le hacía la pregunta que todos los escritores escuchan en algún momento, ya sea de un lector, de un pariente o de un emisario mediático: ¿cómo se te ocurren las cosas que escribís?¿son siempre cosas que te pasaron a vos? Lo cual sólo deja en evidencia la falta de reflexión de quien ejecutó la pregunta. El escritor no está contando lo que le pasó entre que se despertó, tomó un baño y desayunó. Está contando algo que le dictan. ¿Quién se lo dicta? Vaya uno a saber, pero de ahí sale. Claro que hay oficio, si uno tiene el oficio de escribir, de aprender a escuchar ese susurro y trasladarlo a palabras, a frases, a historias que toman esos susurros y los compaginan, los arman, puede escribir y creo que ese es el escritor. Algunos tienen la capacidad y desarrollaron la habilidad de escuchar un susurro muy débil para llevarlo a la vida, hacerlo crecer y darle toda una dimensión que ni el susurro mismo creía tener. 

Están los sordos, como en todos lados, a veces repiten en voz alta sin darse cuenta lo que les dijo el susurro. Es terriblemente fantástico, pero así como llegó se marcha, no llega a las páginas, a los párrafos, no toma forma ni de cuento ni novela ni de nada. Simplemente lo sintonizó el vehículo equivocado. 

Voy a dejar una analogía con el fulbol (no lo escribí mal, es una analogía con el fulbol) En el fulbol tenemos miles de artistas y a pesar de que las pasiones nos arrastran a terrenos irracionales y emocionales que nos ciegan y no nos dejan ver la belleza, es fácil ver como un jugador sintonizó el susurro y ejecutó a la perfección. 

Por ejemplo si uno es argentino y piensa en el zapallazo de Pavard del 2018, que es una obra de arte hasta en como gira la pelota lentamente sobre su eje mientras recorre su, para los de este lado del asunto, fatídica trajectoria. Ese golpe es tan bello que resulta imposible no mirarlo y con todo el dolor decir que golazo. Así como los cinco toques que componen el mejor gol en las finales del mundo seguramente son durísimos de apreciar por los franceses. 

Pero lo que quiero decir es que estos artistas tienen oficio, uno toma a los jugadores que participan de un mundial y aunque tome al peor jugador del peor equipo, si uno lo ve bajar la pelota y dejarla pegadita al pié, no se sorprende. Ese jugador ademas de escuchar el susurro que le explica lo que tiene que hacer, entrenó su habilidad para lograrlo, cosa que logra raras veces. Uno luego tiene a los Messi, a los Ronaldo, a los Neymar y no entiende no solo los susurros que escuchan sino que no puede creer que tengan la habilidad de ejecutarlo. Y ahí el arte es otro. 

Ahora, nadie le pregunta a estos jugadores ¿Cómo se te ocurrió gambetear esos cinco tipos y pegarle cruzado? Porque incluso cualquier persona ajena al deporte sabe que las cosas no suceden de esa manera. 

Entonces ¿por qué le preguntamos a los artistas de otras disciplinas de donde sacan sus ideas?¿Es debido a que no se comprende que simplemente los artistas toman su sintonizador de susurros y luego ejecutan según las habilidades de su oficio? Hubiera creído que era más simple la cosa, más directa, mejor entendida, pero creo que no. 

Existe otra posibilidad y es que haya entendido todo mal y efectivamente haya allí un proceso, una metodología, un camino trazado que se aprende a transitar. Pero no lo creo. 

Planeo escribir una vez por semana. Ya lo hice el año pasado pero solo para mí, aunque algunas veces publiqué lo que escribía. Esta vez lo dejo acá para exponerme e intentar de ese modo forzarme a no desatender el susurro y de a poco, aprender el oficio. También espero que quien me lea entienda que no necesariamente lo que escribo es algo que me pasó o me pasa. Aunque si esto termina conmigo esuchando esa pregunta en un programa de radio, no me voy a quejar.  




domingo, 15 de octubre de 2023

Instrucciones

 



    Podría escuchar la palabra puss y asociarla a una cosa viscoza y amarillenta, que sale de mis heridas cuando la cosa no está marchando bien. Pero la palabra puss ahora está cableada a otro lugar de mi cerebro, y lo sé porque la última vez que la pronunciaron ni siquiera me estaban hablando directamente a mí pero sabía que significaba esa instrucción y era yo el que estaba al timón.
 
  A los veinte años hice un curso de timonel, había navegado un par de veces con uno de mis tíos y también con un amigo y esas ocasiones bastaron para hacerme comprender que gustaba mucho de esa actividad. No era un momento muy claro de mi vida, en varios sentidos estaba perdido y en algunos otros estaba bastante direccionado pero sin saber qué me había dado esa dirección y por lo tanto hasta ponía en duda esa seguridad. Navegar no estaba en duda, me encantaba, muchas veces no supe como navegar más, nunca tuve barco y básicamente me quedaba sentado esperando que me inviten, cosa que alocadamente sucedió varias veces.
  
  Durante el comienzo de mi vínculo con la náutica aprendí que tenía su propia terminología, cosa que adoré y sigo adorando. Cada acción, cada elemento, cada zona tiene su nombre y propósito. Una persona puede estar al timón cuando le pide a algún tripulante que file la escota del foque y esta persona ya sabe que tiene que darle cabo, a un cabo que está del lado donde el barco está amurado para una de las velas de proa. Esto último que acabo de decir incluye su propia terminología y si fuera una persona que no conoce nada de náutica la frase terminaría siendo: ves la soga esa de color X que está ahí, no la otra, esa... bueno, soltala del cosito ese donde está trabada, pero solo un poco y volvé a trabarla que sería completamente inconducente durante una maniobra o en el momento donde estamos simplemente navegando plácidos por el agua. Esta terminología se quemó en mi cabeza, y es extensa. Una de las acciones con nombre es la que determina si la persona que está al timón debe llevar el barco en una dirección que lo enfrenta al viento, orzar, o si bien debe llevar el barco en la dirección contraria, derivar.
  
  Estas dos instrucciones están cableadas en mi cerebro al punto que no puedo borrarlas. Si estoy al timón, puedo tener frío o calor, sed, ganas de ir al baño, puedo estar mirando un ave sobrevolar el agua o calculando si la embarcación que está a babor con una trayectoria que generaría un potencial abordaje (así se llama cuando los barcos chocan) realiza un cambio en su rumbo o tiene derecho de paso y debo cambiar yo, etc. pero si quien está llevando la navegación del barco me grita derivá mi cerebro lo procesa inconcientemente: tiro del timón hacia mí, generando la derivación.
 
  Es fantástico tener esa reacción, conocer el extenso vocabulario náutico y poder compartir con otros ese mundillo, pero también puede ser un problema.
  
  Una de las personas con las que coincidí en la náutica, que es hace años uno de mis mejores amigos, emigró y fue a vivir a Francia, donde hablan otro idioma, y posiblemente, donde tengan una terminología y un vocabulario náutico propios. Hace unos años tuve la fortuna de poder ir a visitarlo y navegar entre Francia y las islas Canarias. Estaba feliz de realizar ese viaje, colaborar con los preparativos, organizar el barco, esperar el buen clima. Pero al momento de salir al mar, tomado del timón y feliz como no podría ser de otro modo, me encontré escuchando a mi capitán decir puss puss puss y mi cerebro simplemente se paralizó no ejecutó nada, simplemente me quedé estático.
  
 Estar atado al timón en ese momento y no poder ejecutar lo que me pedían me enseñó de mi cableado, el único estímulo al que podía responder es orzá o drivá cualquier otra instrucción era completamente inútil. Si alguien me decía puss puss puss no habrá reacción, claro que saber el idioma y entender que ese puss viene del verbo pousser, se escribe pousse en imperativo y se pronuncia como ya sabemos, ayudaría a entender que la idea es: empujar la barra del timón, lo que terminaría siendo equivalente a la instrucción derivá, pero yo no sabía nada de todo esto, yo escuchaba puss y me quedaba helado. Hay una analogía directa y clara entre tir, que viene del verbo tirer y que se escribe en imperativo tire y que significa: tirá de la barra del timón hacia ti, o como yo esperaría que me pidan: orzá.
  
  Desde esa experiencia, que se repitió hasta el hartazgo en los doce días que tomó el viaje a Canarias, he tomado clases de Francés, muchas y lo sigo estudiando, pero también pensé en las distintas ocasiones donde pude navegar, en lo bonito del vocabulario náutico, su potente capacidad de síntesis y precisión en las instrucciones pero también sobre la peligrosidad al cablearlo de ese modo definitivo, sobre cablear conceptos de ese modo definitivo en general.
  
  Estuve en Septiembre en Francia, visité a mi amigo y tomé el timón, era un día muy agradable, buen viento, soleado, poca ola. No sabía a donde me dirigía, básicamente me decía apuntale a esa  playa y me señalaba un punto en el horizonte, pero dos o tres veces asomó la cabeza para dar instrucciones y me decía puss y yo orzaba, feliz de haber reaccionado a la instrucción, feliz de haber entendido y, sobre todo, de levantar el cableado y proponer otro, tener ambos, poder entender al mundo cuando me dice algo y no quedar paralizado porque no es la instrucción que estoy esperando.
  
  Hay contextos donde nos formamos y realizamos cableados que solo nos permiten manejarnos dentro de un léxico que nos impide entender otros conceptos que llevan a lo mismo. Esos conceptos y términos los naturalizamos y juzgamos definitivos. Si me hubieran dicho tirá en el río de la plata, la cancha de mi barrio en la que me siento tan visitante como en cualquier otro rincón del mar, hubiera corregido a esa persona diciendo se dice derivá en vez de entender que me está pidiendo lo mismo de otro modo. Acá voy dejando de opinar porque la cancha se empieza a embarrar. Esa frase del principio donde hablo de filar  es un ejemplo de que no todo puede replantearse de forma efectiva, no todo termina siendo lo mismo, pero creo que el punto no es trazar las líneas que definan esas capacidades o equivalencias, creo que el punto es entender que esos cableados no son definitivos y podemos movernos por los conceptos desde distintas perspectivas y distintos matices que dará cada lengua, cada léxico que decidamos utilizar. La entidad y el nombre no deberían estar soldados, para que ninguno signe al otro.

sábado, 5 de agosto de 2023

Carlos es Karl







    El sol vio nacer a Karl Soergerssen en Estocolmo, en Julio del `66. Su padre Kristian era danés y su madre, Socors Castells, catalana. Los Soergerssen estaban allí en Suecia debido al trabajo de Kristian, era investigador del Colegio Politécnico de la Universidad Técnica de Dinamarca para el departamento de radiometría y señales. Unos años antes del nacimiento de Karl, Kristian había realizado un curso con dos ingenieros de los Laboratorios Bell de Nueva Jersey que investigaban la señal de la radiación de fondo. En su regreso a Estados Unidos estos ingenieros le sugirieron a Karl buscar destinos más cercanos al polo, para obtener mejores lecturas y el bonito de Karl llegó feliz a su hogar para proponerle a Socors moverse durante el verano a Nuuk con el fin de realizar escapadas hacia el norte. Bastó la cara de Socors para que Karl buscara otro plan, así surgió la civilizada Suecia, y si bien esto implicaba moverse a territorio extranjero, podrían habitar en un territorio culturalmente más cercano y posibilitar también los planes de ser madre que tenía Socors, así fue como Lulea y Kiruna fueron descartadas y la un poco más nórdica Estocolmo fue elegida como destino. 

    Karl tenía tan solo unos meses viviendo en Estocolmo cuando su padre encontró la muerte mientras preparaban el viaje de regreso sin ninguna lectura útil de la radiación ni papeles preparados para la partida. Socors ultimó detalles y se fue al único lugar del mundo donde sabían que la recibirían: el Casal de Catanlunya en Buenos Aires donde su hermana trabajaba. Así Karl, el sueco, pasó a ser Carles Castells el catalán y luego de unos consejos mal dados por adherentes a los golpistas argentinos, Carlos Castillo. Para nosotros, Carlos, el gallego. 

    Carlos heredó del padre la altura y su figura esbelta, los ojos claros, y una prominente nariz. Sus cabellos trigueños y sospechamos, algo de su genio para las matemáticas. De la madre el color de pelo negro y los rulos, la tez un poco blanca pero con tintes de olivas, un carácter férreo y por sobre todas las cosas la habilidad para ser la persona más amable del mundo hasta que se cabreaba. 

    La mayoría de los que nos relacionábamos con Carlos éramos su ex alumnos, habíamos cursado física en el secundario con el profesor Andretti y Carlos era algo así como su asistente. Andretti no solía venir a las clases teóricas debido a las dificultades para despertarse temprano que son acarreadas cuando uno se acuesta tarde y alcoholizado. La clase tomaba los dos primeros módulos de la mañana de los martes y de los jueves, y como puede deducirse, las dictaba Carlos. 

    Luego de terminar el secundario Carlos nos sirvió a los pocos que seguimos carreras técnicas en la universidad como profesor de apoyo para física y matemática. Entre clase y clase, las noches desveladas preparando exámenes y dándonos apoyo mutuo en el estudio se fue formando un grupo. A veces simplemente nos juntábamos a cenar aunque no hubiera un objetivo académico en puerta, otras noches simplemente queríamos pasar el rato bebiendo un poco y conversando. Fue en una de esas noches desveladas donde conocimos a Karl Soergerssen.

    A Carlos le gustaba beber y nosotros, que lo creíamos español, le llevábamos unos vinos para entretener la velada. Esa noche nos dijo que en esa ocasión íbamos a beber Sahti, y si bien ninguno de nosotros sabía de qué se trataba, despejamos la mesa de fórmica roja y patas de metal que tenía en la cocina,  enjuagamos los vasos y nos sentamos bajo la luz esperando el comienzo del rito. Sacó varias botellas de una bebida oscura y alcohólica y sentados en la mesa, atentos como en una de sus clases, nos contó su historia. Cómo llegó a la Argentina y el destino de su padre, la situación de su madre y, sobre todo, lo que había acaecido en los últimos años.

    Socors se murió cuando Carlos cruzó la edad de veinte años. Después de haber huido de Franco, sufrido las nieves nórdicas y el temprano partir de su marido, la terrible Argentina de los sesentas y setentas rodeada de lo que restaba de su familia y sus paisanos fue para ella un momento bastante tranquilo. Los ochentas, la encontraron sin hermana pero con unas propiedades restituidas en Garrotxa, cerca de Besalú, presentando una oportunidad económica inesperada. Una vez llegada a su comarca, como si la vuelta al mundo que había dado presagiara un final, al salir de la oficina del notario cayó seca en el lugar que la vio nacer. 

    Carlos se encontró solo en Buenos Aires, sin madre ni padre, sin saber más que un poco de sus orígenes y completando papeles en el escritorio de un escribano cuando la vida le dijo, al ver sus papeles de nacimiento, lo que nunca nadie le había escondido: era Karl Soergerssen, danés, sueco y catalán, porteño por adopción y destinado a estar solo por el resto de su vida. Dejó de firmar los papeles ante el reclamo del letrado, juntó lo que tenía y partió hacia España con el único fin de reclamar lo que era suyo. Luego continuó en tren hasta Copenhague y se dejó mirar en silencio por los cuatro Soergerssen que eran su parentela ante un té de bayas y cuatro cajas de "Sahti". Al volver al hotel sobre el Nyhavn se quedó solo mirando el agua por la ventana, bebiendo "Sahti" caliente y sin entender una palabra de lo que se decía a su alrededor. Compró unas cajas de "Sahti" y decidió volver. 

    A la Argentina volvió Karl Soergerssen, eso decían los papeles y eso empezó a decir él. En la escuela le seguían diciendo Carlos, como hicimos tanto tiempo nosotros, hasta que nos contó la historia. Pero no fue la historia la que logró el destierro de Carlos, sino su mirada vacía mientras la contaba. Poco a poco su voz se fue transformando, hubo un momento donde hasta alcancé a escuchar el acento suomi interferir en el castellano, de pronto estaba adelante de una persona que tiene una vida llena de historias y giros, aventuras y tristezas, pero que no podía encontrar su lugar en el mundo. Cuando ya quedaban pocas botellas de "Sahti" y varios de los presentes se habían quedado dormidos, se hizo un silencio, y mientras dejaba que el rojo de la fórmica me masticara el cerebro lo escuché decir: "A veces lo único que tenemos es un nombre, y otras tantas, ni siquiera eso"

martes, 4 de julio de 2023

Titulo y Obra




 


    No hay nada más decepcionante que ilusionarse con un título y luego conocer la obra. Tal vez exagero pero un ejemplo de esto es la distancia que puede presentarse entre el nombre de un plato y su presentación. Hay cosas que son un estándar, como filet de merluza a la romana con puré. Si allí encontráramos un salto elongado entre la expectativa y la realidad, podemos reclamar al mozo. Otro clásico que no admite más que sutiles variaciones es ravioles con estofado y fileto. Pero estoy marcando la cancha con tiza gruesa, blanco sobre negro y al terreno que quiero llegar es un poco más controversial. ¿Qué se espera de un baño?

     Bueno, no es la espera o la expectativa más común, posiblemente pocas personas abran una puerta de baño y se sorprendan o decepcionen, pero es mi caso. He tenido la fortuna de poder ir a una amplia variedad de lugares, entre ellos algún que otro restaurante fino, si se entiende el calificativo, y toparme con una continuidad entre la atención, el salón, la presentación de la mesa y el baño. Un continuado de elecciones estéticas y soluciones a problemáticas que conforman un conjunto uniforme. No necesariamente de mi aprecio o gusto, pero resulta en algo que se esperaba. También he tenido la suerte de ir a restaurantes donde reina el descontrol, tanto en las mesas como en el baño, ahora cuidado que no se entienda por esto problemas de higiene o arquitectónicos, es simplemente una pileta lavamanos desproporcionada junto con un espejo de vestir, un inodoro de diseño actual atrapado por una puerta de antaño, pero todo limpio y de perfecto uso. Es una mesa de madera continuada por una enchapada en fórmica, sillas recolectadas en los más variados orígenes, platos hondos para cualquier comida, desde un guiso a una milanesa, y por supuesto un eclecticismo estético rayano con el cocoliche. Muchos de ellos tienen una constancia y homogeneidad en la carta que contrasta con el ambiente, muchos de estos forman parte de mis favoritos. Pero nuevamente, todo esto se esperaba.

    ¿Pero qué hacemos cuando por respuesta al giro de la puerta que nos franquea el acceso al baño encontramos un mingitorio escondido? ¿Cómo debería ser el salón de ese restaurante para estimular la expectativa correcta? Empezaré por aclarar qué es un mingitorio escondido. Muchos espacios donde se sirve comida, presentados como 'restaurantes', tienen la ilusión de servir todas las mesas posibles que puedan acomodarse en el salón, mismo si esto incluye sacrificar todo espacio originalmente reservado a la circulación. Se transforman en un pequeño festín de culos frotados en espaldas y hombros, empujones con cara de incomodidad, carteras y bolsos elevados para evitar golpes desafortunados y también, mostrar ese desinterés social de algunas personas que simplemente pasan y atropellan todo a su paso. Lo mismo ocurre en el resto de los espacios, la cocina suele ser una pequeña prisión térmica y los baños se caracterizan por giros de puerta imposibles, niños atrapados debajo del lavamanos y por sobre todas las cosas, ningún tipo de ventilación. Pero a problemas modernos, soluciones modernas. El hombre tiene una posibilidad y es la de evacuar sus orines parado. ¿Encontró usted un espacio en una pared? Coloque un mingitorio y donde tenía un baño que solo podía acomodar una persona, ahora acomoda a dos. Claro, no hay espacio para que circulen dos personas por ese baño, pero nadie rechaza la proposición de frotarse con un extraño, sobre todo cuando sus manos vienen de administrar las actividades evacuatorias y hayan, posiblemente, caído en la acción y aún no hayan pasado por ese lavamanos que está más seco que la boca de un maratonista. No quiero perder el hilo ¿qué es un mingitorio escondido? Pues exactamente eso, un objeto colocado en una pared de modo tal que no hay forma de alcanzarlo, no es posible pararse delante de él. En oportunidades, con la mismísima necesidad imperiosa de evacuar uno debe tomarse el tiempo para imaginarse cómo se debe resolver el acertijo ¿dónde me paro?¿cómo me paro?

    En mi última experiencia sucedió que estaba entre una pared y una columna tan prominente, que era imposible, a menos que uno sea un purrete de diez años, acomodar los hombros para llegar hasta el destino sin arriesgar mearse los zapatos. Debido a la época invernal yo ya me encontraba abrigado para salir y las capas extras de tela no colaboraban al éxito de la empresa. Comprendí que la única manera de aproximarme lo suficiente era realizar un pequeño giro de hombros y quedar en chanfle respecto al mingitorio y compensar ese desfasaje con la capacidad de apuntar inherente a los elementos ejecutantes. Lamenté haber decidido utilizar mis zapatillas de gamuza, las cuales observé con el rabillo del ojo para no perder puntería mientras intentaba controlar que nada se derramara sobre ellas. Reflexioné sobre la palabra 'baño', sobre lo que para mí es un filet de merluza a la romana con puré y como no debería haber tanta distancia entre un título y la obra. Terminé exitosamente la operación y miré de soslayo el lavamanos y su canillita de bronce, giré sin esperanzas la manivela y para mi sorpresa un hilo de agua de deshielo comenzó a circular. Froté la punta de los dedos debajo de ese goteo insistente y me sequé las manos con dos sacudones fuertes y una mínima frotada. Salí al pasillo que daba al salón y me preguntaba si verdaderamente había comido una milanesa con papas fritas, la sola idea de imaginar la cocina me generó rechazo. 

Pero estaba riquísimo, mañana vuelvo. 

miércoles, 28 de junio de 2023

Renzi

 


    Renzi no sabía donde había nacido ni quien eran sus padres. Miraba absorto la fotografía que le presentaban. Estaba aturdido, con las manos atadas a la espalda, transpirado y bastante desorientado ¿Dónde estaba? ¿Quienes eran esas personas que lo interpelaban? Escuchó la voz que volvía a repetir las preguntas y él volvía a enfocar en la foto blanco y negro que le presentaban. Había un bebé de unos pocos meses, envuelto en algunas telas que solo dejaban ver su cara arrugada. Un hombre elegante lo sostenía y a su lado se veía a una mujer de porte pequeño, con cara de cansada pero feliz y orgullosa. Renzi miraba la foto y no comprendía. La mujer le resultaba conocida. 

    Dos bofetadas cruzaron su rostro y con la segunda casi pierde el equilibrio y se cae del banquito donde estaba sentado, un líquido compuesto de mocos y sangre salió de su nariz y la liberó por un instante, sintió el aire frío y duro entrar de lleno en su rostro. Fue tonificante. 

    Renzi estaba en su rincón, con los guantes apoyados en la cuerda del ring, un ojo hinchado estaba siendo envaselinado para escapar a futuros golpes, pero él pensaba que era innecesario ya que si bien había recibido algunos golpes, sabía que su rival estaba pidiendo la toalla en el ángulo opuesto, veía a todo su equipo afanado tratando de restaurarlo en pocos segundos. Lo que sucedería en pocos segundos sería que al sonar la campana, ambos púgiles se lanzarían al centro del cuadrilátero con sus piernas y que él, Renzi, en posición de guardia clásica, contorsionaría todo el cuerpo para lanzar un Cross de derecha directa al maxilar inferior, levemente delante de la oreja, para construir un K.O. instantáneo y decretar el final de la pelea. 

    Sonó la campana y Renzi vió a su oponente arrastrar los pies, el guante izquierdo a media altura y la cara levemente hacia la derecha para poder ver mejor, el último chorro del agua de la esponja aún corriéndole por los cabellos y buscando su camino rumbo al piso serpenteando por la frente. Renzi dio dos pasos y fue cargando la derecha, midiendo la distancia, sintiendo el agarre de su calzado contra la lona, la mano izquierda tapando levemente su rostro. Sintió el arco de sus hombros, su cintura, su cadera, su antebrazo y su brazo coordinar los movimientos a medida que sus pies se iban arraigando a la lona como las raíces de los tilos en su pueblo natal. Sus extremidades respondían instantáneamente y sin error, la coordinación era una coreografía del Bolshoi, de haber estado Baryshnikov en primera fila se hubiera visto al gran bailarín llorar de la emoción. 

    Un momento antes de que su guante impacte la mandíbula de Tenison, Renzi sintió caer la toalla sobre su cabeza a la vez que le tapaba el rotro y contuvo el golpe, antes de la masacre. En una actitud completamente anti deportiva pero infinitamente humana, el equipo de Tenison arrojó la toalla pero erró su destino e impactó sobre Renzi, o eso creyó él. La toalla envolvió la cabeza de Renzi cegándolo, aislándolo de la realidad, cuando sintió un golpe de lleno en la cara y se le apagaron las luces, solo para volver unos minutos más tarde, en el vestuario, sentado en la camilla del kinesiólogo, con las manos atadas por la espalda y con Ruben, el masajista. 

    Ruben lo ayudó a incorporarse y caminar unos metros hasta el vestuario vecino, que estaba vacío salvo por uno de los banquitos del ring, que dominaba la escena. Ruben lo ayudó a sentarse en el banquito y Renzi quedó de espaldas a la puerta por donde habían entrado. El cono  de luz solo lo iluminaba a él en parte y hacía más difícil ver el resto de la habitación. Renzi escuchó unos pasos y le preguntó a Ruben si era él, pero no obtuvo respuesta. 

     La mujer era diminuta, no parecía capaz de haber parido a nadie, pero por la cara se sabía que era la madre de la criatura que sostenía el hombre de la foto. Renzi volvió a mirar la foto con cuidado, tratando de obtener algún dato, pero la persistencia en las preguntas y la repetición lo aturdían aún más. El siguiente golpe fue al cuerpo, buscando que le duela. Entonces entendió que mejor abrir la boca y decir algo, lo que sea, antes de recibir más golpes. 

- No sé quien es la mujer, pero el tipo me parece conocido. 

    Lo poco que duró la teoría se hizo evidente ya que otro golpe asestó su costillar. 

- El tipo está muerto hace más de diez años, mirá mejor Villar, fijate si no reconocés a la señora. 

    Renzi no sabía por qué le decían Villar pero al parecer a quien debían identificar era a la señora. Hizo un esfuerzo, intentó mostrar esmero pero solo lograba tartamudear comienzos de palabras sin sentido. Un tercer golpe le llegó desde atrás, a los riñones totalmente expuestos y sin protección alguna, sintió un cólico que le hablaba a viva voz del deterioro interno, pronto comenzarían las hemorragias y allí todo acabaría. En un manotazo de ahogado, sin pensar más que en el próximo golpe dijo: 

- Es mi vieja, la señora es mi madre. 

    Renzi no había conocido a su madre. Se había criado solo en un campo de Santa Fé que era propiedad de los Fuhr, unos alemanes amables y bondadosos que tenían una peonada enorme. Ellos le dijeron que era hijo de un peón llamado Renzi que se fue una temporada a cosechar algodón al Chaco pero nunca más volvió. A Renzi nunca le faltó techo ni comida. Los Fuhr lo mandaron a la escuela hasta que Renzi no quiso ir más. Le dieron trabajo y jamás le hablaron de marcharse.

    Fue en una pelea entre peones que un capataz lo vio sacar un golpe, Renzi estaba agazapado esperando que su oponente se moviera y en cuanto vio el espacio le lanzó un uppercut quirúrgico que lo lanzó un metro para atrás y no le dejó oportunidad de revancha. El capataz volvió al pueblo, hablo con un entrenador que fue hasta la ciudad y le repitió el cuento a Don Achaval, que se había cansado de escuchar promesas incumplidas. Pero esta vez había una cuña, Don Achaval conocía a los Fuhr y podría ir hasta la estancia y buscar una excusa para ver al muchacho, sin intermediarios que lo molesten. Dos semanas más tarde Renzi estaba durmiendo en una pieza arriba del gimnasio, comía solo lo que le daba Don Achaval, tenía su cama, su armario y hasta un espejo. Solo le pedían que baje a entrenar cuando le pidieran. 


- Ahora estás hablando Villar, ahora si... ¿dónde está tu vieja?

    Renzi había escuchado a un tipo decir que era hijo de una prostituta de Córdoba que había pasado una temporada refugiada de los Fuhr y de Renzi, que era peón en el campo. Cuando la madre lo parió no quiso a la criatura y estuvo a punto de ahogarla en el arroyo que pasa por la estancia, pero Matilda, la hija mayor de los Fuhr se lo quito y lo escondió en su pieza hasta que la madre se marchó. Lo único que recuerda Renzi de sus primeros años era un pullover de lana grueso que le quedaba grande y tenía olor a humo. Ni siquiera recuerda quién le enseñó a pelear o a las hijas de los Fuhr. 

    Sabía que si se quedaba otro rato en silencio los golpes volverían, pero ya no había salida, solo pensaba en la forma más rápida de morir. Necesitaba generarles un arrebato de violencia para que le peguen un tiro y listo. Amenazarlos con su cuerpo no podía, y si intentaba levantarse solo lograría trastabillar y recibir unas patadas. Renzi pensó. 

- Mi vieja se fue cuando yo era chico, no sé dónde está y si no me creen, mátenme. 

- ¿Cómo no te vamos a creer Villar? Nos acabás de contar que ésta es tu vieja... ¿cómo no te vamos a creer? Pero... ¿sabés qué? aunque nos estés diciendo la verdad te vamos a cagar a trompadas, porque lo que queremos es ir a visitar a tu vieja para partirla al medio y meterla con vos en una caja. Ahora, si nos decís donde está tal vez la partamos al medio a ella sola... vos fijate. 

    Renzi se llenó de rabia al pensar que irían a matar a su madre, a la madre que no conocía, a la que en todo caso lo abandonó y hasta tal vez lo quiso matar. Pero si esa que sonreía era su madre esos cuentos eran todas mentiras, esa mujer estaba feliz de haber parido, estaba orgullosa de su nene, de haberle dado su vida. 

    Estaba furioso como nunca, en ningún combate se había enojado tanto, logró soltar sus manos e incorporarse, camino dos pasos y vió un arma sobre la mesa, la tomó y disparó dos veces hacia la oscuridad de donde venían las voces, pero los fogonazos solo iluminaron unos azulejos sucios en la pared y luego oyó el tercer disparo, sintió un calor extraño en el abdomen y luego frío, hasta que murió. 

- ¿Por qué le decías Villar? Sabés que el tipo se llamaba Renzi...

- Lo necesitaba aturdido, mareado, sino no se iba a envalentonar. 

- ¿Quien viene a hacer la pericia?

- Quintana y Ribiotti, ya les avisé que traigan el reactivo de pólvora ¿Sabés si Ruben sigue OK para atestiguar? Necesitamos uno de afuera....

- Si si, le pregunté hace un rato y me dijo que no había problema, que apenas si lo conocía. 

- ¿Te imaginás el quilombo que se armaba si lo knockeaba a Tenison? Ahora este boludo podría haber entrenado un poco ¿no? ¿Qué se piensan? ¿Que la guita la cagamos?

- No sé, pero ya no le vamos a poder limpiar más el camino, mejor que se acomode. ¿Cenamos?

- ¡Dale! acá en la esquina hay una parrillita que es una locura, yo te invito. 


jueves, 15 de junio de 2023

Pinceladas


    Tomé el pincel, lo sumergí en el barniz hasta bañar un tercio de las cerdas, lo quité verticalmente y dejé que el exceso se escurriera. Seguía un hilo, siempre queda un hilo chorreando, pero rápidamente moví el pincel sobre el listón de madera y comencé a dibujar figuras con el hilo que chorreaba. Pensaba en el profe de taller que me cagaba a pedos cada vez que hacía eso porque iba a dejar marcada la madera. Pero estaba en casa, es sábado a la mañana y hace frío, tengo un mate en la mesita de al lado y entra el sol por la ventana, que la tengo un poco abierta porque el olor del aguarrás me hace doler la cabeza. Cuando me parece voy pintando motas a lo largo del listón para distribuir más fácil el barniz y luego comienzo a moverlo de lado a lado, a velocidad y presión constantes, veo como cambia de color la madera y un brillo se apodera de ella momentáneamente, voy y vengo con el pincel un par de veces. No me alcanzó para todo, así que vuelvo a remojar, otra vez chorrea, otra vez el profe.     Cada vez que pintaba, la madera me recordaba de alguien diferente. Una novia, un amigo, un profesor de la facultad y hasta incluso chicos de mi barrio con quienes no me llevaba muy bien a pesar de que yo quería llevarme bien con ellos. Pensaba en lo insoportable que era cuando era chico mientras me tomaba un mate. Siempre que pinto listones hago cagadas. Dejo marcas por todos lados y cuando llego a los bordes chorreo cantidades industriales que luego son imposibles de cubrir, por eso esta vez tuve la precaución de cubrir los lados con cinta de pintor, cinta de papel, esa que en mi casa nunca faltó cuando era chico. Este sábado no me acuerdo de nadie, solo estoy pintando, creo que estoy buscando exorcizarme de algo, antes podía negar todo, hasta las chorreadas de pintura, pero ahora está todo el tiempo todo presente. Me resulta imposible no mirarlo.      La primer mano hay que darla diluida en aguarrás, pero no me gusta llenar frasquitos de vidrio para hacer proporciones que nunca más me servirán. Entonces mojo el pincel un poco y luego lo sumerjo en la lata de barniz, hago dos o tres pasadas y vuelvo a mojar el pincel en el aguarrás, seguro que es suficiente. El olor me está haciendo doler la cabeza, tendría que tomar algo o ponerme un barbijo para aspirar menos. El mate me salió rico, me gusta cuando la cosa está un poco ordenada. El mate rico es reflejo de tranquilidad, si te sale rico es porque estás tranquilo y te tomaste el tiempo y cuidados necesarios para hacerlo.      La primer mano está quedando bien, pero no sé si me voy a aguantar las horas que tengo que esperar para que seque y poder dar la segunda. Iba a dar tres manos, pero estoy pensando que eso me va a quitar todo el finde y no puedo dejar las maderas secando por toda la cocina. El domingo a la tarde tengo que armar todo y despejar. Estar prolijo, hacer mates ricos el lunes. Es sábado a la mañana y estoy calculando mañanas de lunes, hay algo mal. ¿Cómo se dice en Francés? il y a quelque chose mal. Ni en pedo se dice así pero seguro que se entiende. Este listón está quedando marcado raro, me parece que no lo lijé bien. Es como todo lo que hago, está bien pero no está perfecto. Siempre algo que se escapa ¿aprendo a vivir con ello o busco perfeccionarme? La perfección no existe, pero no es motivo para no buscarla. Se aprende en el camino, no en el destino. ¿Yo quiero aprender o llegar? Me acuerdo la primera vez que le metí yuyos al mate, hice cualquier cosa pero me bajé el termo igual hay algo ahí en la obstinación, te hace persistir y persistir muchas veces te hace llegar. ¿Pero yo quiero llegar o aprender?     No le doy tres manos ni en pedo, esto es para interiores, ni el sol le va a pegar, es más para no dejar la madera pelada que otra cosa. ¿Cómo será pintar con soplete? Una vez intenté  pero me quedó malísimo. No volví a intentar. Ahora aprendí una cosa que es hacer cincuenta veces lo mismo hasta que en un momento te empieza a salir bien. Me pasó con el mate, nunca nadie me dio clases, siempre escuché gente que contaba que hacía así o asá, pero después de muchas veces de preparar mate me empezó a salir bien, incluso después de poner yuyos aquella vez. ¿Llegué y aprendí? No sé, hay cosas que no quedan tan claras me parece.     Esa punta va a quedar mal, se me escapó la cinta por arriba y cuando la despegue se va a notar la linea, puedo poner ese lado para abajo y no se va a ver. También puedo intentar levantar ahora la cinta y pasarle una pincelada antes de que se seque del todo. Voy a hacer cagada, si no hago nada también. ¿Hago cagada por no hacer o hago cagada por hacer? Qué dilema. No es un dilema, dilema es cuando tenés diecisiete y la hermana de tu novia te pregunta como es dar un beso con la lengua cuando estás parado solo con ella en la cocina de su casa esperando que el microondas termine de calentar una taza de café, y se hace silencio y se te quedan mirando y se escucha el magnetrón emitir, cortar, emitir, cortar, y vos estás pensando ¿Le explico o no le explico? hasta que suena el ding que te explica un par de cosas: que el café ya está caliente, que el dilema se terminó porque con el ding se dio media vuelta y se fue y que no te hubieran alcanzado ni diez segundos más ni veinte minutos porque hay decisiones que se toman y punto, sea para un lado o para el otro, pero ya lo dijo el señor Miyagui, si te quedas en el medio de una calle de doble sentido, sin elegir uno de ellos, los autos te trituran como a una uva.    Me estoy dando cuenta que ese espacio entre los listones no lo voy a poder pintar luego, voy a manchar todo, tendría que haber empezado por ahí. ¿Y con un soplete? uno de esos chicos, un aerógrafo. Me voy a comprar un aerógrafo, voy a gastar litros de pintura aprendiéndolo a usar para pintar el costado de unas maderas que no se van a ver y que me saldría más barato mandar a pintar, pero ¿llegaría a algún lado?¿aprendería? El agua del mate se está acabando, es una pena, estaba muy rico, pero hay cosas que a veces son así y estirarlas solo lo empeora. Mejor salirse del dilema y tomar la decisión, se acabó el mate, van a ser solo dos manos, la parte de adentro me va a quedar mal pero esta vez no tengo chorreadas, algo aprendí, no llegué,  pero algo aprendí.     Quedó el olor a barniz con aguarrás por toda la casa, pero me voy a bañar, en un rato me pasan a buscar y me voy a comer algo por ahí, cuando vuelvo hago la segunda mano y mañana termino.

viernes, 2 de junio de 2023

Minutos

 




Tengo veinte minutos, no me alcanza, me sobran en realidad. John Cooper Clarke está rompiendo las letras, está prendido fuego, me quemo, me falta tiempo ¿cuánto va?


Salí de la cabina, estaba el perro mirando el mar, busqué el cierre y me puse a mear. Todo era muy azul, el perro miraba el hilo amarillo, creo que ya faltan quince. 


El horno eléctrico de casa seguía haciendo tik-tak...tik-tak pero la pizza estaba fría por dentro, ahora faltan dieciocho pero no me parece, voy a sacar la bandeja antes. Faltan catorce ahora. 


En el avión el auxiliar de vuelo me miraba bastante molesto, y yo decía 'Yo voy viento ruso' y se lo repetía, convencido que me daría el vino rojo que quería. Pasaron otros tres y solo me quedan doce minutos. Veinte minutos, no me alcanza. 


Un beso en un cachete, otro beso en el otro, el calor de la piel es comestible, pero no existe, es solo un olor. Me quedo pensando mientras miro la piel de la espalda y solo puedo pensar en besar otro cachete. Dos minutos, dos minutos... ¿Qué hago?


El palo es rayado pero nunca lo entendí, ahora es liso, pero sigue sin venir. Hubo uno que estaba cortado al raz del piso, casi imperceptible, pero todos sabemos que está ahí. Pasan los minutos y sigue sin venir. Tres es mucho, pero estoy bastante seguro que pasaron dos. Solo diez... quedan solo diez. 


Amé, minuto uno, morí, minuto dos. Aprendí, minuto tres. No volví, minuto cuatro. Sigo corriendo, corro corro corro, espero la esquina pero solo estoy a mitad de cuadra. Dos, tres, queda uno, pues no, miré mal el reloj, son como ocho. 


Los primeros ocho no son iguales a los siguientes, nada que ver con los del medio y los últimos, bueno, los útimos son los que quedan. 


Dos marchas y un sobrino, tres décadas y pasaron como ... como... ¿cuántos quedan? 


Dos, quedan dos minutos. Estoy mirando el segundero, ya pasaron diecisiete segundos y ahora es un minuto y algo lo que queda. 


Un minuto y no sé en qué lo voy a usar. ¿Voy de nuevo a Nueva York? ¿Me compro un perro? ¿Junto frases y se las paso a mi hijo? Hay una abeja arriba de una hoja en una de las plantas de la cocina. La luz entra por la ventana, como todas las mañanas. Me acuesto un rato, son solo unos segundos. Tengo miedo. 


viernes, 24 de marzo de 2023

El sueño (siempre buscando)





"El sueño se acabó, Mori, se acabó"

El tano estaba con la mano bordeando el vaso, todo encorvado sobre la mesa, con el buzo de polar azul de la distribuidora. Había llegado al café un poco más temprano que Mori, solían coincidir en el horario porque Mori cerraba los viajes en logística y el tano entraba el último de los camiones a la playa. Mori salía por la puerta del frente de la distribuidora y el tano por el portón de la calle lateral, justo antes de que bajen la cortina. Quedaban los dos a cincuenta metros de la esquina donde estaba el 'Argos' un café de Buenos Aires de otro siglo, que de alguna manera había sido arropado por el barrio y no le llegó la época de bronce y dicroicas. Mori era flaco como el padre y pelado como la madre. Tenía unos anteojos RayBan de esos que parecen de la década del 60, fumaba como hacía años que no se fuma y parecía que simplemente estaba viviendo la vida esperando morirse. Ni fu ni fa.

El tano era camionero, nieto de camionero, hijo de camionero, hermano de camionero. El único de sus hermanos que no era camionero era contador y también laburaba para la distribuidora, la clave era saber amortizar los camiones, entender los gastos, proyectar con los ojos bien abiertos. El Sebas se las sabía todas y la verdad es que si le preguntabas a cualquiera, era el que dirigía la distribuidora.

El tano esa tarde volvió de la última vuelta un rato antes, dejó el camión y para sorpresa del playero salió por el portón un buen rato antes de que bajen la cortina. Dobló para la esquina y se sentó en una de las mesas que está pegada a la ventana, en la que siempre se sentaban con Mori a tomar café en vaso y charlar sobre la vida antes de volver a casa. Si era viernes el tano pedía el café con un `farol' de ginebra. Esta vez era martes, y el vaso solo tenía ginebra. Cuando entró Mori el tano se hizo un bollito, era como ver a un elefante intentar besarse la entrepierna mientras se esconde detrás de un tronco. Abrazó el vaso con sus dos manos y lo hizo desaparecer, se miraba las manos como si guardara un gorrión entre los dedos al que no quería lastimar. Mori se sentó frente al tano, le hizo una señal al mozo y mientras veía al tano darle un pequeño sorbo al vaso notó que estaba más fresco que ayer. El sol seguía poniéndose alineado con la calle lateral de la distribuidora, se acercaba la primavera pero todavía no tanto.

"El sueño se acabó, Mori, se acabó"

El tano esta vez había levantado la mirada y lo bañó con la tristeza de sus ojos. Mori había muerto emocionalmente en algún punto de su infancia, y si bien sentía algo de empatía por los demás cuando les contaban sus emociones, él solo podía imaginarlas. Mori no tenía mucha imaginación.
El tano sabía que Mori no devolvía nada, y por eso le confesaba hasta sus últimas intimidades. No lo juzgaba, simplemente lo escuchaba y le decía lo que creía que era más oportuno, pero esta vez Mori no sabía ni de qué se trataba el sueño. Entonces preguntó.

El tano estaba muy sorprendido, casi pasmado por la pregunta de Mori."¿Cómo qué sueño?....El sueño" Mori intentó recordar algún tipo de referencia, de comentario, de insinuación aportada pero no había nada. Recordó un viaje a Salto para visitar a unos familiares y un comentario sobre la adquisición de una quinta en Longchamps, pero no recordaba que en ningún momento alguien se hubiera referido a eso como "El sueño". Pensó en Cristina, la mujer del tano, pero él jamás se había referido a ella de ese modo ni mucho menos. Comenzó a barajar ideas para hablar del tema sin nombrarlo y así, poder construirlo.

El tano largó un fuerte resoplido que parecía estar contenido desde la mañana del día anterior. Miró por la ventana y mientras hacía bailar el vaso con sus dedos índice y pulgar, mirando al infinito, repetía en voz baja: "Se acabó, ya está, se acabó". Mori no podía dar con el más mínimo indicio o pista para conocer "El sueño", pero pensó que en todo caso, sin importar qué fuera, podría encontrar palabras para reconfortar al tano, contarle que la vida continúa, que puede haber otros sueños. Mori de pequeño, cuando aún el mundo le generaba emociones, tuvo un perro pequeño que se llamaba Romualdo. Como Mori no podía pronunciar bien el nombre le decía "Momualdo" y con el tiempo el perro pasó a ser El momu. El Romualdo ya era grande cuando Mori nació, tendría unos diez años, entonces para cuando se transformó en El momu era un perro viejo y con mañas que apenas si se movía por la casa. Los perros pequeños y medianos, como los terrier, llevan mejor la vejez que los perros grandes, como los pastores. Entonces el momu, que era mezcla de cuatro o cinco razas diferentes, pero similares, le llegó a dar algunas tardes de juego al pequeño Mori . Los padres de Mori siempre lo prepararon para que sepa que el momu un día no estaría más. Y así fue. Mori sobrellevó muy bien la partida del momu, porque estaba preparado. Sus padres le habían dicho que luego de un tiempo, podrían tener otro perro y si bien Mori entendía que los seres vivos no son intercambiables, también sabía que le iba a gustar tener un nuevo perro.

El tano seguía mirando por la ventana mientras Mori revolvía el café en el vasito de vidrio y sentía, con la cucharita, como el azúcar se disolvía en el fondo del vasito. Cuando el tano largó el segundo resoplido Mori ya se había acordado del momu y empezó a contar la anécdota, pero mientras iba avanzando con el cuento se dió cuenta que estaba comparando un perro viejo con "El sueño" y simplemente paró de contar luego de que el cuento llegó a la parte de la muerte del momu.

El tano giró la cabeza maquinalmente y tenía una expresión que era mezcla de terror, sorpresa e interrogación. Por un instante le había parecido que Mori estaba contando un cuento sobre sus emociones y la superación de adversidades. Mori, el tipo que parecía no tener ni alma, ni corazón ni espíritu. Mori, el que le daba completamente lo mismo si Fernanda, la secretaria del Sebas le dirigía la palabra o no, o si le pedía que la lleve a la casa porque no quería volver sola ya que iba a estar sola luego, en la casa. Mori, el que la llevaba y aceleraba antes de que se cierre la puerta. Los muchachos de la playa le preguntaban al tano qué le pasaba a Mori y el tano les decía: "Nada, sucede justamente eso, a Mori no le pasa nada"

El tano le preguntó a Mori que había querido decir, y Mori entre idea e idea, simplemente dijo:

"Hay cosas que se acaban, pero se puede seguir soñando"




viernes, 2 de diciembre de 2022

El heavy

Las mañanas de primavera por Banfield eran una cosa tan deliciosa que ni hacía falta interpretarlas, hasta la persona más obtusa en sus emociones podía entender lo que estaba sucediendo. Algunas de esas mañanas yo las caminaba desde mi casa hasta la estación de tren, eran siete cuadras rectas por la misma calle. Plátanos y Eucaliptos daban sombra en las veredas, y los techos bajos de las casas dejan ver el azul del cielo en un tono tan pleno que parecía pintado. Al llegar a la cuadra anterior a la estación comenzaba una serie de pequeños comercios para complementar la zona comercial que quedaba cruzando las vías. Esta cuadra era humilde en su pretensión comercial y solo cubría lo básico: un almacén, una panadería, una librería y dos joyas extrañas: una relojería y una disquería. 

 Ya sabemos que voy a hablar de la disquería. En ella se podía encontrar una saludable variedad de discos y cassettes, en un pequeño y atiborrado local en el que se apilaban las más variadas latitudes musicales, desde piezas de música clásica hasta albums de rock y pop recién editados. Pero la joya de la tienda era otra, la joya era el heavy.
 
 No me refiero al género musical, el cual por supuesto estaba presente en los anaqueles, sino que me refiero a la humanidad que atendía el local, tengan en cuenta que quien escribe es un niño de once años aproximadamente, que proviene de una familia melómana y un poco tradicional, con esos lentes puestos, les cuento.

 El heavy era un muchacho de unos veintitres años, tal vez un poco más, pelo largo, algo de barba, vestido siempre con una campera de jean con tachas, muñequeras de cuero negro con tachas iguales a las de la campera, anillos de calaveras, otros de cruces y bajorelieves que daban un volúmen a sus dedos huesudos dignos de ser culpables de las más malévolas hechicerías. Su ensamble se completaba con un pantalón de jean ajustado y unas botitas blancas reebok que en ese momento eran imposibles de conseguir, tenían una 'union jack' pequeña, de tela, calada entre las capas de cuero. Eran importadas y solo se vendían en el reino unido. Lo único que variaba de su vestimenta diaria eran las remeras, todas ellas de bandas de rock pesado y todo esto componía el personaje al cual habíamos bautizado como el heavy.

 Pues bien, en mi casa no se escuchaba heavy metal, no, eso era inimaginable. Había discos de Queen, de The Police, Génesis, muchísimos de piezas clásicas de Beethoven y Mozart, recuerdo claramente uno de 'Carmen', de George Bizet, uno con una tapa muy extraña de los hermanos Gershwin. También por allí una linda cantidad de discos de folklore y tango, sobre todo unos de la Tana Rinaldi que sonaban por toda la casa los sábados mientras ventilábamos los ambientes y cada uno se dedicaba a limpiar el rincón que le tocaba. Pero no recuerdo que en esa casa haya sonado algo más pesado que Guns 'n' Roses.

 Algunas casas antes de llegar a la disquería se podía oir la música, el heavy se encargaba de sacar a la puerta los parlantes y poner música. Sabía bien donde estaba vendiendo y siempre utilizaba música que resultara atractiva para el público circulante. Pero al entrar al local la historia cambiaba. Allí parapetado detrás de su pequeño mostrador, tenía a su lado una bandeja tocadiscos y una casettera Pioneer plateada, pero estaban conectadas a otro amplificador distinto al de la calle, y dependiendo quién entraba al local subía o bajaba el volumen: Judas Priest, Iron Maiden, Metallica, Pantera, Deep Purple, Led Zeppelin, Thin Lizzie, y quien sabe cuanto más. Eran sonidos increíblemente atrapantes. Recuerdo entrar al local y tratar de aprender que banda era esa que sonaba, a veces el heavy dejaba la tapa del LP dando vueltas o estaba conversando con alguien y solo era cuestión de parar la oreja.

 Nunca supe como se llamaba el heavy ni de dónde sacaba sus discos, ni siquiera si la disquería era de él. Con los años lo reemplazo un pelmazo que seguramente sabía mucho de música pero no tenía mística, y para un adolescente rockero, la mística lo era todo, incluso podían convencerme de escuchar una banda o un artista por las historias que lo rodeaban más que por sus talentos musicales. Estaban esos peces gordos llamados Pink Floyd, Frank Zappa y Jacko Pastorius donde la mística y la música coincidían para generar un desborde de emociones donde el mundo era perfecto y podíamos salir a explicárselo al resto que vivía en la ignorancia y la ignominia. Afortunados nosotros en nuestro pequeño mundo donde un mágico heavy sabía digitar los conjuros que traían a la vida ese mundo donde la razón es de los sentidos y no tiene sentido tener razón.

lunes, 31 de enero de 2022

Las Olas Torcidas

 


El cielo estaba despejado, había mucho sol y yo, con mis ocho años, miraba por primera vez el horizonte sin nada más que el mar. Cielo y mar. Habíamos llegado en el auto familiar, mis padres, mi hermana y yo, luego de atravesar durante algunas horas la ruta provincial. Entramos por un camino que no tenía ningún parecido con el paisaje de la ruta. Esta era un desierto de pastos amarillos y agrupaciones de árboles perdidos, sembrados en ocasiones con pintorescos animales que moteaban con sus negros o sus marrones la aburrida continuidad de esa nada que algunos colman de elogios y bendiciones. El ingreso era un camino lleno de sombras prestadas por pinos y eucaliptos, en lugar de ver espacios vacíos, todo estaba poblado de árboles, de arbustos y hasta de plantas. Era como entrar a un oasis.


El auto atravesó un poblado desértico que, mi madre explicaba, se veía así porque la gente estaba en la playa. Al alcanzar la avenida costanera vi el mar por primera vez y me sentí estafado. Había visto fotos y algunas imágenes en el televisor de mi casa, pero no podía imaginar ni por un instante la dimensión de la injusticia que esos elementos impartían sobre semejante belleza. Los olores perdidos, los sonidos, los sabores, el aire, el color de la luz y sobre todo el movimiento de las olas que me cautivaron instantáneamente.


Luego de esa primera imagen desde la ventana del auto, bajé para vivir en primera persona todas aquellas cosas que, sospechaba, mi familia no comprendía. Mi mente alucinada veía al resto de mis compañeros de viaje simplemente seguir viviendo, seguían siendo los mismos que caminaban por los pasillos de mi casa, por las aulas de la escuela o se sentaban en la plaza a tomar mate. Nunca antes mi familia me fue tan ajena, tan distante y, sorprendentemente, tan poco extraña.


Mi padre dió la orden de dejar las cosas en el auto y caminar hasta la orilla, pues allí estarían mis abuelos. El primer paso fue duro, esa arena amarilla quemaba los pies, la gente transitaba cuidadosamente sobre unos listones de madera que simplemente quemaban menos, pero eran mejores ni tanto. Volé raudo desde los ardores secos al frescor húmedo de la zona oscura. No comprendía ni por un momento cómo podía suceder semejante fenómeno. Por un lado el terreno era inhóspito, duro, tajante y unos metros más allá la realidad cambiaba radicalmente para presentarse como un bálsamo donde podía enterrar mis pies para regocijarme con el roce y la frescura que proveía.


En la orilla del mar estaba, como había anunciado mi padre, mi abuelo. Mi abuelo no era un ser humano tierno, ni juguetón, ni nada de todo eso. Era un hombre un poco osco al que no había que interrumpir con preguntas mientras comía y sobre todo, no despertarlo cuando dormía la siesta. Mi abuelo nunca me había tomado de la mano para cruzar una calle, nunca me había preguntado ni por la escuela y hasta yo creía que no sabía quién era yo. Me acerqué lo suficiente para que me escuche y lo llamé por su nombre de pila. No fue menor la sorpresa cuando lo ví girarse y sonreír ampliamente como nunca lo había visto sonreír. Me llamó por mi nombre y extendió los brazos para abrazarme. Quedé petrificado.


Dos olas generosas alcanzaron sus largas piernas, mojando el pantalón que tenía arremangado. Habían llegado con mi abuela unas horas antes que nosotros y se habían ido derecho al mar. Mi abuelo había querido esperarnos ahí, sin importar cuánto pudieramos tardar. Su amor por el mar comenzó cuando cruzó a América, tenía cerca de veinte años y nunca lo había visto. Sus padres juntaron un dinero para que él y su hermano viajaran para tener una vida mejor y así fue que llegaron al Ferrol y conocieron la ría, luego los diques y más allá el mar. Su hermano nunca subió al barco y se quedó trabajando en el puerto, pero mi abuelo cruzó el charco y vino sin hablar una palabra del castellano. Durante los días de la travesía solo miraba el mar fascinado y hablaba con otros paisanos sobre su belleza. A pesar de estar descompuesto durante días y de haber sufrido el robo de la maleta donde traía la ropa pero no los papeles ni el dinero, ese viaje lo casó con el mar de una vez y para siempre. En cada cumpleaños recordaba la aventura y los ojos se le humedecían al contarla. De niños, a mi hermana, a mis primas y a mi nos obligaban a escucharlo, y recuerdo mi sufrimiento de solo pensar otra vez en esa historia, no la del cruce, sino la de estar sentado escuchando un cuento que no me interesaba. Poco a poco con el tiempo fui amando esa historia en secreto al punto de preguntarle a mi padre si el abuelo la contaría esa noche. En cada ocasión, había un dato distinto, una cosa cambiada.


El gesto afectuoso me había resultado desconcertante, sin embargo algo me impulsó a corresponderlo y dejé que me abrazara, recuerdo claramente el olor de mi abuelo mezclado con el del mar. Sin soltarme del todo dejó de abrazarme y me sostuvo la mano mientras los dos mirábamos las olas y mi abuela, que sí daba abrazos, que sí me sostenía de la mano para cruzar la calle cuando íbamos al almacén de la esquina y también traía galletitas de agua a la puerta de la escuela cuando nos buscaba a mi hermana, a mis primas y a mí, llegó y como si la escena fuera lo más natural del mundo nos preguntó si podíamos quedarnos un rato más allí, mientras el resto de la familia llevaba las cosas del auto a la casa, que estaba frente al mar, cruzando la avenida.


Mi abuelo podía quedarse horas mirando el mar, en silencio, como esperando que alguien saliera de él para notificarlo. Yo no lo sabía, estaba allí por primera vez y estaba completamente desbordado por la situación de mi soledad con él, mi mano en la suya y el recuerdo férreo que me acompañaría toda la vida, imprimiendose en mi ser en ese momento. Mi abuelo dijo una o dos cosas en algo que creí era castellano pero no había logrado entender. Como si a la frase le faltaran palabras y algunas de ellas estuvieran mal pronunciadas o acentuadas en otra sílaba. En un momento sentí su mirada y me dió temor corresponderla, pero me llamó mientras aumentaba levemente la presión en la mano que sujetaba. Al mirarlo me dijo que había cosas que se iban y que uno no sabía que esa era la última vez que las veíamos, como esas olas, que parecen todas hermanas y son muy parecidas, pero que son únicas, uno las ve venir, crecen, rompen y no están más. Atrás simplemente viene otra. Nunca había reflexionado en algo semejante y mi mente de ocho años quedó estupefacta. Las olas no son, no están y comencé a mirarlas una por una, la onda apareciendo allí al fondo, en algún punto comenzaba a transformarse en otra cosa y luego simplemente rompía, para transformarse en más agua de mar y desaparecer diluida en ella misma, en ese mar que son olas que no están, agua que se mueve pero no se va. Cada ola que venía era una ola distinta y de pronto estábamos allí, abuelo y nieto, absortos mirando las olas, escuchándolas, pasivamente contemplando esa existencia de segundos y soslayo.


En la cena mi abuelo volvió a ser el mismo de siempre, como si no recordara nada de la tarde. Le pregunté si miraríamos el mar al otro día y solo me miró, extrañado por la pregunta mientras seguía comiendo el trozo de pollo que tenía en el plato. Mi padre ofreció planes y mi madre nos recordó a mi y a mi hermana que en pocos días vendrían también las primas y podríamos jugar con ellas. Poco podía importarme todo eso y la sensación de que mi familia no registraba los eventos que sucedían cerca del mar comenzó a inquietarme. Me fuí a dormir pensando en una posible explicación. Mi abuelo había sintonizado con el mar desde aquel viaje de su juventud y simplemente, cuando estaba con otras humanidades que no comprendían, se apagaba. Ése ser humano que yo había conocido en la ciudad no era mi abuelo, era una proyección de su ser para poder vivir y cumplir con el paso de los días, pero su verdadero ser, ese que tiene adentro, ese solo quería ver el mar. ¿Por qué me había contado todo aquella tarde? ¿cómo se dió cuenta que yo comprendería? Era la primera vez que veía al gigante azul, verde, marrón, gris y vaya uno a saber qué otros colores, ir y venir, soltando al aire su aroma, imponiendo su voz sobre toda la costa y marcando su presencia con la mayor humildad que yo haya visto jamás. ¿Cómo pudo saber que lo comprendería? La explicación no podría ser esa, debía de haber otra.


Una mañana mientras tomábamos el desayuno quedamos a solas con mi abuela y mi hermana, mi abuela tomaba mate mientras leía una revista y mi hermana nos preparaba tostadas con manteca y mermelada. Después de la segunda tostada les conté lo que había sucedido días atrás y lo que pensaba. Mi hermana se rió profundamente y me dijo que en la familia todos sabían que el abuelo estaba loco y que por eso no había ni que molestarlo ni seguirle la corriente con nada. Mi abuela sonreía un poco mientras mi hermana me hablaba y cuando la explicación terminó, retomó la lectura escondida detrás de la revista. El loco, claro, ese que entendió lo que los demás no, es el loco, pensaba yo.


Pasaron varios días hasta que volví a estar solo con mi abuelo frente al mar y casi que había olvidado el asunto. No había olvidado, ni jamás lo hice, los abrazos, las palabras, el momento y su mano sujetando la mía. Lo que había olvidado era intentar darle una explicación, considerarlo como un suceso fuera de norma, simplemente asumí que mi abuelo estaba un poco loco, como decía mi hermana, y a veces se comportaba distinto. Ese día soplaba mucho viento perpendicular a la costa y las olas rompían casi de costado, en diagonal. Yo estaba cavando un pozo intentando llegar hasta el agua, como me habían mostrado mis primas, cuando una de las piernas de mi abuelo se metió en el pozo, luego la otra y se sentó en el borde mirando al mar. Lo miré molesto ya que quería continuar cavando mi pozo y sus pies estaban en el medio, pero él miraba al mar, igual que aquel otro día. Me pidió que me siente junto a él y posó una de sus manos sobre mi rodilla, mientras con la otra señalaba el mar y me explicaba por qué las olas corrían de ese modo, me mostró unas gaviotas volando contra el viento, mientras permanecían en el lugar y también me contó por qué había una espuma amarronada dando vueltas por la playa y cerca de la orilla. Luego de un silencio, sin mirarlo a la cara le pregunté si estaba loco y me dijo que sí, como todos, pero que él no tenía problema con eso.


Al día siguiente emprendimos el regreso con mis padres y mi hermana. Mis abuelos se quedaron allí un mes más, y a los tres o cuatro meses después de volver a la ciudad mi abuelo sufrió un infarto y murió. Unos meses más tarde murió mi abuela y me quedé sin saber quien era mi abuelo. Años después, estaba yo en la facultad y conocí a una chica con la que estuvimos unos meses noviando. Cuando me preguntó por mis abuelos le conté esta historia y le dije que me apenaba no haber conocido mejor a mi abuelo, pero me dijo que posiblemente yo era el único de mi familia que lo había conocido y me hizo sentir mejor, aunque no fuera cierto.