lunes, 31 de enero de 2022

Las Olas Torcidas

 


El cielo estaba despejado, había mucho sol y yo, con mis ocho años, miraba por primera vez el horizonte sin nada más que el mar. Cielo y mar. Habíamos llegado en el auto familiar, mis padres, mi hermana y yo, luego de atravesar durante algunas horas la ruta provincial. Entramos por un camino que no tenía ningún parecido con el paisaje de la ruta. Esta era un desierto de pastos amarillos y agrupaciones de árboles perdidos, sembrados en ocasiones con pintorescos animales que moteaban con sus negros o sus marrones la aburrida continuidad de esa nada que algunos colman de elogios y bendiciones. El ingreso era un camino lleno de sombras prestadas por pinos y eucaliptos, en lugar de ver espacios vacíos, todo estaba poblado de árboles, de arbustos y hasta de plantas. Era como entrar a un oasis.


El auto atravesó un poblado desértico que, mi madre explicaba, se veía así porque la gente estaba en la playa. Al alcanzar la avenida costanera vi el mar por primera vez y me sentí estafado. Había visto fotos y algunas imágenes en el televisor de mi casa, pero no podía imaginar ni por un instante la dimensión de la injusticia que esos elementos impartían sobre semejante belleza. Los olores perdidos, los sonidos, los sabores, el aire, el color de la luz y sobre todo el movimiento de las olas que me cautivaron instantáneamente.


Luego de esa primera imagen desde la ventana del auto, bajé para vivir en primera persona todas aquellas cosas que, sospechaba, mi familia no comprendía. Mi mente alucinada veía al resto de mis compañeros de viaje simplemente seguir viviendo, seguían siendo los mismos que caminaban por los pasillos de mi casa, por las aulas de la escuela o se sentaban en la plaza a tomar mate. Nunca antes mi familia me fue tan ajena, tan distante y, sorprendentemente, tan poco extraña.


Mi padre dió la orden de dejar las cosas en el auto y caminar hasta la orilla, pues allí estarían mis abuelos. El primer paso fue duro, esa arena amarilla quemaba los pies, la gente transitaba cuidadosamente sobre unos listones de madera que simplemente quemaban menos, pero eran mejores ni tanto. Volé raudo desde los ardores secos al frescor húmedo de la zona oscura. No comprendía ni por un momento cómo podía suceder semejante fenómeno. Por un lado el terreno era inhóspito, duro, tajante y unos metros más allá la realidad cambiaba radicalmente para presentarse como un bálsamo donde podía enterrar mis pies para regocijarme con el roce y la frescura que proveía.


En la orilla del mar estaba, como había anunciado mi padre, mi abuelo. Mi abuelo no era un ser humano tierno, ni juguetón, ni nada de todo eso. Era un hombre un poco osco al que no había que interrumpir con preguntas mientras comía y sobre todo, no despertarlo cuando dormía la siesta. Mi abuelo nunca me había tomado de la mano para cruzar una calle, nunca me había preguntado ni por la escuela y hasta yo creía que no sabía quién era yo. Me acerqué lo suficiente para que me escuche y lo llamé por su nombre de pila. No fue menor la sorpresa cuando lo ví girarse y sonreír ampliamente como nunca lo había visto sonreír. Me llamó por mi nombre y extendió los brazos para abrazarme. Quedé petrificado.


Dos olas generosas alcanzaron sus largas piernas, mojando el pantalón que tenía arremangado. Habían llegado con mi abuela unas horas antes que nosotros y se habían ido derecho al mar. Mi abuelo había querido esperarnos ahí, sin importar cuánto pudieramos tardar. Su amor por el mar comenzó cuando cruzó a América, tenía cerca de veinte años y nunca lo había visto. Sus padres juntaron un dinero para que él y su hermano viajaran para tener una vida mejor y así fue que llegaron al Ferrol y conocieron la ría, luego los diques y más allá el mar. Su hermano nunca subió al barco y se quedó trabajando en el puerto, pero mi abuelo cruzó el charco y vino sin hablar una palabra del castellano. Durante los días de la travesía solo miraba el mar fascinado y hablaba con otros paisanos sobre su belleza. A pesar de estar descompuesto durante días y de haber sufrido el robo de la maleta donde traía la ropa pero no los papeles ni el dinero, ese viaje lo casó con el mar de una vez y para siempre. En cada cumpleaños recordaba la aventura y los ojos se le humedecían al contarla. De niños, a mi hermana, a mis primas y a mi nos obligaban a escucharlo, y recuerdo mi sufrimiento de solo pensar otra vez en esa historia, no la del cruce, sino la de estar sentado escuchando un cuento que no me interesaba. Poco a poco con el tiempo fui amando esa historia en secreto al punto de preguntarle a mi padre si el abuelo la contaría esa noche. En cada ocasión, había un dato distinto, una cosa cambiada.


El gesto afectuoso me había resultado desconcertante, sin embargo algo me impulsó a corresponderlo y dejé que me abrazara, recuerdo claramente el olor de mi abuelo mezclado con el del mar. Sin soltarme del todo dejó de abrazarme y me sostuvo la mano mientras los dos mirábamos las olas y mi abuela, que sí daba abrazos, que sí me sostenía de la mano para cruzar la calle cuando íbamos al almacén de la esquina y también traía galletitas de agua a la puerta de la escuela cuando nos buscaba a mi hermana, a mis primas y a mí, llegó y como si la escena fuera lo más natural del mundo nos preguntó si podíamos quedarnos un rato más allí, mientras el resto de la familia llevaba las cosas del auto a la casa, que estaba frente al mar, cruzando la avenida.


Mi abuelo podía quedarse horas mirando el mar, en silencio, como esperando que alguien saliera de él para notificarlo. Yo no lo sabía, estaba allí por primera vez y estaba completamente desbordado por la situación de mi soledad con él, mi mano en la suya y el recuerdo férreo que me acompañaría toda la vida, imprimiendose en mi ser en ese momento. Mi abuelo dijo una o dos cosas en algo que creí era castellano pero no había logrado entender. Como si a la frase le faltaran palabras y algunas de ellas estuvieran mal pronunciadas o acentuadas en otra sílaba. En un momento sentí su mirada y me dió temor corresponderla, pero me llamó mientras aumentaba levemente la presión en la mano que sujetaba. Al mirarlo me dijo que había cosas que se iban y que uno no sabía que esa era la última vez que las veíamos, como esas olas, que parecen todas hermanas y son muy parecidas, pero que son únicas, uno las ve venir, crecen, rompen y no están más. Atrás simplemente viene otra. Nunca había reflexionado en algo semejante y mi mente de ocho años quedó estupefacta. Las olas no son, no están y comencé a mirarlas una por una, la onda apareciendo allí al fondo, en algún punto comenzaba a transformarse en otra cosa y luego simplemente rompía, para transformarse en más agua de mar y desaparecer diluida en ella misma, en ese mar que son olas que no están, agua que se mueve pero no se va. Cada ola que venía era una ola distinta y de pronto estábamos allí, abuelo y nieto, absortos mirando las olas, escuchándolas, pasivamente contemplando esa existencia de segundos y soslayo.


En la cena mi abuelo volvió a ser el mismo de siempre, como si no recordara nada de la tarde. Le pregunté si miraríamos el mar al otro día y solo me miró, extrañado por la pregunta mientras seguía comiendo el trozo de pollo que tenía en el plato. Mi padre ofreció planes y mi madre nos recordó a mi y a mi hermana que en pocos días vendrían también las primas y podríamos jugar con ellas. Poco podía importarme todo eso y la sensación de que mi familia no registraba los eventos que sucedían cerca del mar comenzó a inquietarme. Me fuí a dormir pensando en una posible explicación. Mi abuelo había sintonizado con el mar desde aquel viaje de su juventud y simplemente, cuando estaba con otras humanidades que no comprendían, se apagaba. Ése ser humano que yo había conocido en la ciudad no era mi abuelo, era una proyección de su ser para poder vivir y cumplir con el paso de los días, pero su verdadero ser, ese que tiene adentro, ese solo quería ver el mar. ¿Por qué me había contado todo aquella tarde? ¿cómo se dió cuenta que yo comprendería? Era la primera vez que veía al gigante azul, verde, marrón, gris y vaya uno a saber qué otros colores, ir y venir, soltando al aire su aroma, imponiendo su voz sobre toda la costa y marcando su presencia con la mayor humildad que yo haya visto jamás. ¿Cómo pudo saber que lo comprendería? La explicación no podría ser esa, debía de haber otra.


Una mañana mientras tomábamos el desayuno quedamos a solas con mi abuela y mi hermana, mi abuela tomaba mate mientras leía una revista y mi hermana nos preparaba tostadas con manteca y mermelada. Después de la segunda tostada les conté lo que había sucedido días atrás y lo que pensaba. Mi hermana se rió profundamente y me dijo que en la familia todos sabían que el abuelo estaba loco y que por eso no había ni que molestarlo ni seguirle la corriente con nada. Mi abuela sonreía un poco mientras mi hermana me hablaba y cuando la explicación terminó, retomó la lectura escondida detrás de la revista. El loco, claro, ese que entendió lo que los demás no, es el loco, pensaba yo.


Pasaron varios días hasta que volví a estar solo con mi abuelo frente al mar y casi que había olvidado el asunto. No había olvidado, ni jamás lo hice, los abrazos, las palabras, el momento y su mano sujetando la mía. Lo que había olvidado era intentar darle una explicación, considerarlo como un suceso fuera de norma, simplemente asumí que mi abuelo estaba un poco loco, como decía mi hermana, y a veces se comportaba distinto. Ese día soplaba mucho viento perpendicular a la costa y las olas rompían casi de costado, en diagonal. Yo estaba cavando un pozo intentando llegar hasta el agua, como me habían mostrado mis primas, cuando una de las piernas de mi abuelo se metió en el pozo, luego la otra y se sentó en el borde mirando al mar. Lo miré molesto ya que quería continuar cavando mi pozo y sus pies estaban en el medio, pero él miraba al mar, igual que aquel otro día. Me pidió que me siente junto a él y posó una de sus manos sobre mi rodilla, mientras con la otra señalaba el mar y me explicaba por qué las olas corrían de ese modo, me mostró unas gaviotas volando contra el viento, mientras permanecían en el lugar y también me contó por qué había una espuma amarronada dando vueltas por la playa y cerca de la orilla. Luego de un silencio, sin mirarlo a la cara le pregunté si estaba loco y me dijo que sí, como todos, pero que él no tenía problema con eso.


Al día siguiente emprendimos el regreso con mis padres y mi hermana. Mis abuelos se quedaron allí un mes más, y a los tres o cuatro meses después de volver a la ciudad mi abuelo sufrió un infarto y murió. Unos meses más tarde murió mi abuela y me quedé sin saber quien era mi abuelo. Años después, estaba yo en la facultad y conocí a una chica con la que estuvimos unos meses noviando. Cuando me preguntó por mis abuelos le conté esta historia y le dije que me apenaba no haber conocido mejor a mi abuelo, pero me dijo que posiblemente yo era el único de mi familia que lo había conocido y me hizo sentir mejor, aunque no fuera cierto.