viernes, 2 de junio de 2023

Minutos

 




Tengo veinte minutos, no me alcanza, me sobran en realidad. John Cooper Clarke está rompiendo las letras, está prendido fuego, me quemo, me falta tiempo ¿cuánto va?


Salí de la cabina, estaba el perro mirando el mar, busqué el cierre y me puse a mear. Todo era muy azul, el perro miraba el hilo amarillo, creo que ya faltan quince. 


El horno eléctrico de casa seguía haciendo tik-tak...tik-tak pero la pizza estaba fría por dentro, ahora faltan dieciocho pero no me parece, voy a sacar la bandeja antes. Faltan catorce ahora. 


En el avión el auxiliar de vuelo me miraba bastante molesto, y yo decía 'Yo voy viento ruso' y se lo repetía, convencido que me daría el vino rojo que quería. Pasaron otros tres y solo me quedan doce minutos. Veinte minutos, no me alcanza. 


Un beso en un cachete, otro beso en el otro, el calor de la piel es comestible, pero no existe, es solo un olor. Me quedo pensando mientras miro la piel de la espalda y solo puedo pensar en besar otro cachete. Dos minutos, dos minutos... ¿Qué hago?


El palo es rayado pero nunca lo entendí, ahora es liso, pero sigue sin venir. Hubo uno que estaba cortado al raz del piso, casi imperceptible, pero todos sabemos que está ahí. Pasan los minutos y sigue sin venir. Tres es mucho, pero estoy bastante seguro que pasaron dos. Solo diez... quedan solo diez. 


Amé, minuto uno, morí, minuto dos. Aprendí, minuto tres. No volví, minuto cuatro. Sigo corriendo, corro corro corro, espero la esquina pero solo estoy a mitad de cuadra. Dos, tres, queda uno, pues no, miré mal el reloj, son como ocho. 


Los primeros ocho no son iguales a los siguientes, nada que ver con los del medio y los últimos, bueno, los útimos son los que quedan. 


Dos marchas y un sobrino, tres décadas y pasaron como ... como... ¿cuántos quedan? 


Dos, quedan dos minutos. Estoy mirando el segundero, ya pasaron diecisiete segundos y ahora es un minuto y algo lo que queda. 


Un minuto y no sé en qué lo voy a usar. ¿Voy de nuevo a Nueva York? ¿Me compro un perro? ¿Junto frases y se las paso a mi hijo? Hay una abeja arriba de una hoja en una de las plantas de la cocina. La luz entra por la ventana, como todas las mañanas. Me acuesto un rato, son solo unos segundos. Tengo miedo. 


viernes, 24 de marzo de 2023

El sueño (siempre buscando)





"El sueño se acabó, Mori, se acabó"

El tano estaba con la mano bordeando el vaso, todo encorvado sobre la mesa, con el buzo de polar azul de la distribuidora. Había llegado al café un poco más temprano que Mori, solían coincidir en el horario porque Mori cerraba los viajes en logística y el tano entraba el último de los camiones a la playa. Mori salía por la puerta del frente de la distribuidora y el tano por el portón de la calle lateral, justo antes de que bajen la cortina. Quedaban los dos a cincuenta metros de la esquina donde estaba el 'Argos' un café de Buenos Aires de otro siglo, que de alguna manera había sido arropado por el barrio y no le llegó la época de bronce y dicroicas. Mori era flaco como el padre y pelado como la madre. Tenía unos anteojos RayBan de esos que parecen de la década del 60, fumaba como hacía años que no se fuma y parecía que simplemente estaba viviendo la vida esperando morirse. Ni fu ni fa.

El tano era camionero, nieto de camionero, hijo de camionero, hermano de camionero. El único de sus hermanos que no era camionero era contador y también laburaba para la distribuidora, la clave era saber amortizar los camiones, entender los gastos, proyectar con los ojos bien abiertos. El Sebas se las sabía todas y la verdad es que si le preguntabas a cualquiera, era el que dirigía la distribuidora.

El tano esa tarde volvió de la última vuelta un rato antes, dejó el camión y para sorpresa del playero salió por el portón un buen rato antes de que bajen la cortina. Dobló para la esquina y se sentó en una de las mesas que está pegada a la ventana, en la que siempre se sentaban con Mori a tomar café en vaso y charlar sobre la vida antes de volver a casa. Si era viernes el tano pedía el café con un `farol' de ginebra. Esta vez era martes, y el vaso solo tenía ginebra. Cuando entró Mori el tano se hizo un bollito, era como ver a un elefante intentar besarse la entrepierna mientras se esconde detrás de un tronco. Abrazó el vaso con sus dos manos y lo hizo desaparecer, se miraba las manos como si guardara un gorrión entre los dedos al que no quería lastimar. Mori se sentó frente al tano, le hizo una señal al mozo y mientras veía al tano darle un pequeño sorbo al vaso notó que estaba más fresco que ayer. El sol seguía poniéndose alineado con la calle lateral de la distribuidora, se acercaba la primavera pero todavía no tanto.

"El sueño se acabó, Mori, se acabó"

El tano esta vez había levantado la mirada y lo bañó con la tristeza de sus ojos. Mori había muerto emocionalmente en algún punto de su infancia, y si bien sentía algo de empatía por los demás cuando les contaban sus emociones, él solo podía imaginarlas. Mori no tenía mucha imaginación.
El tano sabía que Mori no devolvía nada, y por eso le confesaba hasta sus últimas intimidades. No lo juzgaba, simplemente lo escuchaba y le decía lo que creía que era más oportuno, pero esta vez Mori no sabía ni de qué se trataba el sueño. Entonces preguntó.

El tano estaba muy sorprendido, casi pasmado por la pregunta de Mori."¿Cómo qué sueño?....El sueño" Mori intentó recordar algún tipo de referencia, de comentario, de insinuación aportada pero no había nada. Recordó un viaje a Salto para visitar a unos familiares y un comentario sobre la adquisición de una quinta en Longchamps, pero no recordaba que en ningún momento alguien se hubiera referido a eso como "El sueño". Pensó en Cristina, la mujer del tano, pero él jamás se había referido a ella de ese modo ni mucho menos. Comenzó a barajar ideas para hablar del tema sin nombrarlo y así, poder construirlo.

El tano largó un fuerte resoplido que parecía estar contenido desde la mañana del día anterior. Miró por la ventana y mientras hacía bailar el vaso con sus dedos índice y pulgar, mirando al infinito, repetía en voz baja: "Se acabó, ya está, se acabó". Mori no podía dar con el más mínimo indicio o pista para conocer "El sueño", pero pensó que en todo caso, sin importar qué fuera, podría encontrar palabras para reconfortar al tano, contarle que la vida continúa, que puede haber otros sueños. Mori de pequeño, cuando aún el mundo le generaba emociones, tuvo un perro pequeño que se llamaba Romualdo. Como Mori no podía pronunciar bien el nombre le decía "Momualdo" y con el tiempo el perro pasó a ser El momu. El Romualdo ya era grande cuando Mori nació, tendría unos diez años, entonces para cuando se transformó en El momu era un perro viejo y con mañas que apenas si se movía por la casa. Los perros pequeños y medianos, como los terrier, llevan mejor la vejez que los perros grandes, como los pastores. Entonces el momu, que era mezcla de cuatro o cinco razas diferentes, pero similares, le llegó a dar algunas tardes de juego al pequeño Mori . Los padres de Mori siempre lo prepararon para que sepa que el momu un día no estaría más. Y así fue. Mori sobrellevó muy bien la partida del momu, porque estaba preparado. Sus padres le habían dicho que luego de un tiempo, podrían tener otro perro y si bien Mori entendía que los seres vivos no son intercambiables, también sabía que le iba a gustar tener un nuevo perro.

El tano seguía mirando por la ventana mientras Mori revolvía el café en el vasito de vidrio y sentía, con la cucharita, como el azúcar se disolvía en el fondo del vasito. Cuando el tano largó el segundo resoplido Mori ya se había acordado del momu y empezó a contar la anécdota, pero mientras iba avanzando con el cuento se dió cuenta que estaba comparando un perro viejo con "El sueño" y simplemente paró de contar luego de que el cuento llegó a la parte de la muerte del momu.

El tano giró la cabeza maquinalmente y tenía una expresión que era mezcla de terror, sorpresa e interrogación. Por un instante le había parecido que Mori estaba contando un cuento sobre sus emociones y la superación de adversidades. Mori, el tipo que parecía no tener ni alma, ni corazón ni espíritu. Mori, el que le daba completamente lo mismo si Fernanda, la secretaria del Sebas le dirigía la palabra o no, o si le pedía que la lleve a la casa porque no quería volver sola ya que iba a estar sola luego, en la casa. Mori, el que la llevaba y aceleraba antes de que se cierre la puerta. Los muchachos de la playa le preguntaban al tano qué le pasaba a Mori y el tano les decía: "Nada, sucede justamente eso, a Mori no le pasa nada"

El tano le preguntó a Mori que había querido decir, y Mori entre idea e idea, simplemente dijo:

"Hay cosas que se acaban, pero se puede seguir soñando"




viernes, 2 de diciembre de 2022

El heavy

Las mañanas de primavera por Banfield eran una cosa tan deliciosa que ni hacía falta interpretarlas, hasta la persona más obtusa en sus emociones podía entender lo que estaba sucediendo. Algunas de esas mañanas yo las caminaba desde mi casa hasta la estación de tren, eran siete cuadras rectas por la misma calle. Plátanos y Eucaliptos daban sombra en las veredas, y los techos bajos de las casas dejan ver el azul del cielo en un tono tan pleno que parecía pintado. Al llegar a la cuadra anterior a la estación comenzaba una serie de pequeños comercios para complementar la zona comercial que quedaba cruzando las vías. Esta cuadra era humilde en su pretensión comercial y solo cubría lo básico: un almacén, una panadería, una librería y dos joyas extrañas: una relojería y una disquería. 

 Ya sabemos que voy a hablar de la disquería. En ella se podía encontrar una saludable variedad de discos y cassettes, en un pequeño y atiborrado local en el que se apilaban las más variadas latitudes musicales, desde piezas de música clásica hasta albums de rock y pop recién editados. Pero la joya de la tienda era otra, la joya era el heavy.
 
 No me refiero al género musical, el cual por supuesto estaba presente en los anaqueles, sino que me refiero a la humanidad que atendía el local, tengan en cuenta que quien escribe es un niño de once años aproximadamente, que proviene de una familia melómana y un poco tradicional, con esos lentes puestos, les cuento.

 El heavy era un muchacho de unos veintitres años, tal vez un poco más, pelo largo, algo de barba, vestido siempre con una campera de jean con tachas, muñequeras de cuero negro con tachas iguales a las de la campera, anillos de calaveras, otros de cruces y bajorelieves que daban un volúmen a sus dedos huesudos dignos de ser culpables de las más malévolas hechicerías. Su ensamble se completaba con un pantalón de jean ajustado y unas botitas blancas reebok que en ese momento eran imposibles de conseguir, tenían una 'union jack' pequeña, de tela, calada entre las capas de cuero. Eran importadas y solo se vendían en el reino unido. Lo único que variaba de su vestimenta diaria eran las remeras, todas ellas de bandas de rock pesado y todo esto componía el personaje al cual habíamos bautizado como el heavy.

 Pues bien, en mi casa no se escuchaba heavy metal, no, eso era inimaginable. Había discos de Queen, de The Police, Génesis, muchísimos de piezas clásicas de Beethoven y Mozart, recuerdo claramente uno de 'Carmen', de George Bizet, uno con una tapa muy extraña de los hermanos Gershwin. También por allí una linda cantidad de discos de folklore y tango, sobre todo unos de la Tana Rinaldi que sonaban por toda la casa los sábados mientras ventilábamos los ambientes y cada uno se dedicaba a limpiar el rincón que le tocaba. Pero no recuerdo que en esa casa haya sonado algo más pesado que Guns 'n' Roses.

 Algunas casas antes de llegar a la disquería se podía oir la música, el heavy se encargaba de sacar a la puerta los parlantes y poner música. Sabía bien donde estaba vendiendo y siempre utilizaba música que resultara atractiva para el público circulante. Pero al entrar al local la historia cambiaba. Allí parapetado detrás de su pequeño mostrador, tenía a su lado una bandeja tocadiscos y una casettera Pioneer plateada, pero estaban conectadas a otro amplificador distinto al de la calle, y dependiendo quién entraba al local subía o bajaba el volumen: Judas Priest, Iron Maiden, Metallica, Pantera, Deep Purple, Led Zeppelin, Thin Lizzie, y quien sabe cuanto más. Eran sonidos increíblemente atrapantes. Recuerdo entrar al local y tratar de aprender que banda era esa que sonaba, a veces el heavy dejaba la tapa del LP dando vueltas o estaba conversando con alguien y solo era cuestión de parar la oreja.

 Nunca supe como se llamaba el heavy ni de dónde sacaba sus discos, ni siquiera si la disquería era de él. Con los años lo reemplazo un pelmazo que seguramente sabía mucho de música pero no tenía mística, y para un adolescente rockero, la mística lo era todo, incluso podían convencerme de escuchar una banda o un artista por las historias que lo rodeaban más que por sus talentos musicales. Estaban esos peces gordos llamados Pink Floyd, Frank Zappa y Jacko Pastorius donde la mística y la música coincidían para generar un desborde de emociones donde el mundo era perfecto y podíamos salir a explicárselo al resto que vivía en la ignorancia y la ignominia. Afortunados nosotros en nuestro pequeño mundo donde un mágico heavy sabía digitar los conjuros que traían a la vida ese mundo donde la razón es de los sentidos y no tiene sentido tener razón.

lunes, 31 de enero de 2022

Las Olas Torcidas

 


El cielo estaba despejado, había mucho sol y yo, con mis ocho años, miraba por primera vez el horizonte sin nada más que el mar. Cielo y mar. Habíamos llegado en el auto familiar, mis padres, mi hermana y yo, luego de atravesar durante algunas horas la ruta provincial. Entramos por un camino que no tenía ningún parecido con el paisaje de la ruta. Esta era un desierto de pastos amarillos y agrupaciones de árboles perdidos, sembrados en ocasiones con pintorescos animales que moteaban con sus negros o sus marrones la aburrida continuidad de esa nada que algunos colman de elogios y bendiciones. El ingreso era un camino lleno de sombras prestadas por pinos y eucaliptos, en lugar de ver espacios vacíos, todo estaba poblado de árboles, de arbustos y hasta de plantas. Era como entrar a un oasis.


El auto atravesó un poblado desértico que, mi madre explicaba, se veía así porque la gente estaba en la playa. Al alcanzar la avenida costanera vi el mar por primera vez y me sentí estafado. Había visto fotos y algunas imágenes en el televisor de mi casa, pero no podía imaginar ni por un instante la dimensión de la injusticia que esos elementos impartían sobre semejante belleza. Los olores perdidos, los sonidos, los sabores, el aire, el color de la luz y sobre todo el movimiento de las olas que me cautivaron instantáneamente.


Luego de esa primera imagen desde la ventana del auto, bajé para vivir en primera persona todas aquellas cosas que, sospechaba, mi familia no comprendía. Mi mente alucinada veía al resto de mis compañeros de viaje simplemente seguir viviendo, seguían siendo los mismos que caminaban por los pasillos de mi casa, por las aulas de la escuela o se sentaban en la plaza a tomar mate. Nunca antes mi familia me fue tan ajena, tan distante y, sorprendentemente, tan poco extraña.


Mi padre dió la orden de dejar las cosas en el auto y caminar hasta la orilla, pues allí estarían mis abuelos. El primer paso fue duro, esa arena amarilla quemaba los pies, la gente transitaba cuidadosamente sobre unos listones de madera que simplemente quemaban menos, pero eran mejores ni tanto. Volé raudo desde los ardores secos al frescor húmedo de la zona oscura. No comprendía ni por un momento cómo podía suceder semejante fenómeno. Por un lado el terreno era inhóspito, duro, tajante y unos metros más allá la realidad cambiaba radicalmente para presentarse como un bálsamo donde podía enterrar mis pies para regocijarme con el roce y la frescura que proveía.


En la orilla del mar estaba, como había anunciado mi padre, mi abuelo. Mi abuelo no era un ser humano tierno, ni juguetón, ni nada de todo eso. Era un hombre un poco osco al que no había que interrumpir con preguntas mientras comía y sobre todo, no despertarlo cuando dormía la siesta. Mi abuelo nunca me había tomado de la mano para cruzar una calle, nunca me había preguntado ni por la escuela y hasta yo creía que no sabía quién era yo. Me acerqué lo suficiente para que me escuche y lo llamé por su nombre de pila. No fue menor la sorpresa cuando lo ví girarse y sonreír ampliamente como nunca lo había visto sonreír. Me llamó por mi nombre y extendió los brazos para abrazarme. Quedé petrificado.


Dos olas generosas alcanzaron sus largas piernas, mojando el pantalón que tenía arremangado. Habían llegado con mi abuela unas horas antes que nosotros y se habían ido derecho al mar. Mi abuelo había querido esperarnos ahí, sin importar cuánto pudieramos tardar. Su amor por el mar comenzó cuando cruzó a América, tenía cerca de veinte años y nunca lo había visto. Sus padres juntaron un dinero para que él y su hermano viajaran para tener una vida mejor y así fue que llegaron al Ferrol y conocieron la ría, luego los diques y más allá el mar. Su hermano nunca subió al barco y se quedó trabajando en el puerto, pero mi abuelo cruzó el charco y vino sin hablar una palabra del castellano. Durante los días de la travesía solo miraba el mar fascinado y hablaba con otros paisanos sobre su belleza. A pesar de estar descompuesto durante días y de haber sufrido el robo de la maleta donde traía la ropa pero no los papeles ni el dinero, ese viaje lo casó con el mar de una vez y para siempre. En cada cumpleaños recordaba la aventura y los ojos se le humedecían al contarla. De niños, a mi hermana, a mis primas y a mi nos obligaban a escucharlo, y recuerdo mi sufrimiento de solo pensar otra vez en esa historia, no la del cruce, sino la de estar sentado escuchando un cuento que no me interesaba. Poco a poco con el tiempo fui amando esa historia en secreto al punto de preguntarle a mi padre si el abuelo la contaría esa noche. En cada ocasión, había un dato distinto, una cosa cambiada.


El gesto afectuoso me había resultado desconcertante, sin embargo algo me impulsó a corresponderlo y dejé que me abrazara, recuerdo claramente el olor de mi abuelo mezclado con el del mar. Sin soltarme del todo dejó de abrazarme y me sostuvo la mano mientras los dos mirábamos las olas y mi abuela, que sí daba abrazos, que sí me sostenía de la mano para cruzar la calle cuando íbamos al almacén de la esquina y también traía galletitas de agua a la puerta de la escuela cuando nos buscaba a mi hermana, a mis primas y a mí, llegó y como si la escena fuera lo más natural del mundo nos preguntó si podíamos quedarnos un rato más allí, mientras el resto de la familia llevaba las cosas del auto a la casa, que estaba frente al mar, cruzando la avenida.


Mi abuelo podía quedarse horas mirando el mar, en silencio, como esperando que alguien saliera de él para notificarlo. Yo no lo sabía, estaba allí por primera vez y estaba completamente desbordado por la situación de mi soledad con él, mi mano en la suya y el recuerdo férreo que me acompañaría toda la vida, imprimiendose en mi ser en ese momento. Mi abuelo dijo una o dos cosas en algo que creí era castellano pero no había logrado entender. Como si a la frase le faltaran palabras y algunas de ellas estuvieran mal pronunciadas o acentuadas en otra sílaba. En un momento sentí su mirada y me dió temor corresponderla, pero me llamó mientras aumentaba levemente la presión en la mano que sujetaba. Al mirarlo me dijo que había cosas que se iban y que uno no sabía que esa era la última vez que las veíamos, como esas olas, que parecen todas hermanas y son muy parecidas, pero que son únicas, uno las ve venir, crecen, rompen y no están más. Atrás simplemente viene otra. Nunca había reflexionado en algo semejante y mi mente de ocho años quedó estupefacta. Las olas no son, no están y comencé a mirarlas una por una, la onda apareciendo allí al fondo, en algún punto comenzaba a transformarse en otra cosa y luego simplemente rompía, para transformarse en más agua de mar y desaparecer diluida en ella misma, en ese mar que son olas que no están, agua que se mueve pero no se va. Cada ola que venía era una ola distinta y de pronto estábamos allí, abuelo y nieto, absortos mirando las olas, escuchándolas, pasivamente contemplando esa existencia de segundos y soslayo.


En la cena mi abuelo volvió a ser el mismo de siempre, como si no recordara nada de la tarde. Le pregunté si miraríamos el mar al otro día y solo me miró, extrañado por la pregunta mientras seguía comiendo el trozo de pollo que tenía en el plato. Mi padre ofreció planes y mi madre nos recordó a mi y a mi hermana que en pocos días vendrían también las primas y podríamos jugar con ellas. Poco podía importarme todo eso y la sensación de que mi familia no registraba los eventos que sucedían cerca del mar comenzó a inquietarme. Me fuí a dormir pensando en una posible explicación. Mi abuelo había sintonizado con el mar desde aquel viaje de su juventud y simplemente, cuando estaba con otras humanidades que no comprendían, se apagaba. Ése ser humano que yo había conocido en la ciudad no era mi abuelo, era una proyección de su ser para poder vivir y cumplir con el paso de los días, pero su verdadero ser, ese que tiene adentro, ese solo quería ver el mar. ¿Por qué me había contado todo aquella tarde? ¿cómo se dió cuenta que yo comprendería? Era la primera vez que veía al gigante azul, verde, marrón, gris y vaya uno a saber qué otros colores, ir y venir, soltando al aire su aroma, imponiendo su voz sobre toda la costa y marcando su presencia con la mayor humildad que yo haya visto jamás. ¿Cómo pudo saber que lo comprendería? La explicación no podría ser esa, debía de haber otra.


Una mañana mientras tomábamos el desayuno quedamos a solas con mi abuela y mi hermana, mi abuela tomaba mate mientras leía una revista y mi hermana nos preparaba tostadas con manteca y mermelada. Después de la segunda tostada les conté lo que había sucedido días atrás y lo que pensaba. Mi hermana se rió profundamente y me dijo que en la familia todos sabían que el abuelo estaba loco y que por eso no había ni que molestarlo ni seguirle la corriente con nada. Mi abuela sonreía un poco mientras mi hermana me hablaba y cuando la explicación terminó, retomó la lectura escondida detrás de la revista. El loco, claro, ese que entendió lo que los demás no, es el loco, pensaba yo.


Pasaron varios días hasta que volví a estar solo con mi abuelo frente al mar y casi que había olvidado el asunto. No había olvidado, ni jamás lo hice, los abrazos, las palabras, el momento y su mano sujetando la mía. Lo que había olvidado era intentar darle una explicación, considerarlo como un suceso fuera de norma, simplemente asumí que mi abuelo estaba un poco loco, como decía mi hermana, y a veces se comportaba distinto. Ese día soplaba mucho viento perpendicular a la costa y las olas rompían casi de costado, en diagonal. Yo estaba cavando un pozo intentando llegar hasta el agua, como me habían mostrado mis primas, cuando una de las piernas de mi abuelo se metió en el pozo, luego la otra y se sentó en el borde mirando al mar. Lo miré molesto ya que quería continuar cavando mi pozo y sus pies estaban en el medio, pero él miraba al mar, igual que aquel otro día. Me pidió que me siente junto a él y posó una de sus manos sobre mi rodilla, mientras con la otra señalaba el mar y me explicaba por qué las olas corrían de ese modo, me mostró unas gaviotas volando contra el viento, mientras permanecían en el lugar y también me contó por qué había una espuma amarronada dando vueltas por la playa y cerca de la orilla. Luego de un silencio, sin mirarlo a la cara le pregunté si estaba loco y me dijo que sí, como todos, pero que él no tenía problema con eso.


Al día siguiente emprendimos el regreso con mis padres y mi hermana. Mis abuelos se quedaron allí un mes más, y a los tres o cuatro meses después de volver a la ciudad mi abuelo sufrió un infarto y murió. Unos meses más tarde murió mi abuela y me quedé sin saber quien era mi abuelo. Años después, estaba yo en la facultad y conocí a una chica con la que estuvimos unos meses noviando. Cuando me preguntó por mis abuelos le conté esta historia y le dije que me apenaba no haber conocido mejor a mi abuelo, pero me dijo que posiblemente yo era el único de mi familia que lo había conocido y me hizo sentir mejor, aunque no fuera cierto.

jueves, 1 de abril de 2021

Soluciones a Problemas (el orden altera el producto)

 




...Y no al revés

La tarea de un ingeniero es simple en teoría y puede resultar desde simple hasta compleja en ejecución. La tarea de un ingeniero, en mínimas palabras, es encontrar la herramienta, y si es necesario crearla, para la solución de un problema. Solución de problema también puede entenderse cómo mejorarlo. Por ejemplo un proceso de carga de un material puede estar resuelto cómo problema: el material está en A y se logra cargar en B, pero tal vez eso consume mucho de algo: tiempo, energía, recursos, etc. Entonces ahí viene nuestro héroe de la hora y aplica su conocimiento, su sabiduría y reduce ese gasto aplicando una herramienta. Había un problema, se aplica una solución.

En la actualidad me topo casi todos los días con gente que tiene una herramienta en la mano y quiere solucionar un problema que no tiene. Es el equivalente a comprarse un martillo en la ferretería para luego ir a la casa de uno a cocinar con el martillo, limpiar con el martillo, acomodar la ropa con el martillo y claro, colgar ese cuadro con el martillo. 

Mi problema de hoy radica en la dificultad que tengo para revaluar el estado de las cosas, y  si bien tengo la solución en la mano, me cuesta aplicarla. Voy a pasar del mundo abstracto al material para poder explicarme, lo siguiente es un ejemplo nomás.

Me propongo cocinar una comida, un tentempié para picar antes de una verdadera comida. Son unas galletas crocantes, con un paté, un chutney de ciruelas y mermelada de duraznos. Mi idea es dejar las cuatro cosas sueltas para que la gente elija como comerlas, pero esto no es del todo cierto, yo no admito todas las combinaciones, mi idea original es una galleta crocante con paté y luego un poco o de chutney o de mermelada, cualquier otra combinación es aberrante. Pero la gente es creativa y elige lo que mejor le parece y al proponerles que armen la combinación que más les guste, hacen exactamente eso. La propuesta original cambió, ya hay otras opciones sobre la mesa y se cursan según el deseo de cada uno. 

Yo propuse, la gente consume. Esa situación va evolucionando a nuevas posibilidades, que generan nuevos problemas. Ahora que dejé un ejemplo y me siento satisfecho voy a pasar a la realidad.

Un blog

Hace años cree este blog y mi propósito era jugar en él, jugar escribiendo. Tenía por subtítulo "Boreas, Notos, Euros y Céfiros" o algo por el estilo, son los nombres que los griegos le dieron a los cuatro vientos y mi idea era que lo que publicaba estaba siendo ventilado a cuatro vientos porque al publicarse quedaba expuesto. También, originalmente, quería expresar ideas con distintas voces y darle a cada uno de esos nombres una personalidad y poder ponerme el sombrero de ellas para escribir, pero esto no progresó.

También tenía por fin ser simplemente el lugar donde publicaba mis ficciones, mis reflexiones y alguna que otra cosa más. Y con ese talante lo hacía, pero poco a poco, las otras opciones comenzaron a volver del lado de los que consumen este blog: se modificó el objetivo por fuera de mi control. Terror.

En muchísimas ocasiones escribí cosas partidas, en capítulos, pero la gente me comentaba cosas de forma aislada, unitaria. En otras ocasiones escribí barbaridades imposibles de haber sucedido sin que el mundo que me rodea se entere, pero fui interpelado por parte del foro si eso realmente me había sucedido. Escribí en ocasiones sobre la infidelidad estando en pareja, en la vida real, y me preguntaban cómo aguantaba que mi pareja me hiciera eso, yo saberlo y continuar juntos. Era algo realmente fuerte, yo depositaba ficciones sobre la mesa, pero la gente devoraba realidades.

Primero me eché la culpa de no escribir bien, al fin y al cabo eso era lo que estaba haciendo y no se entendía. Algunos comentarios externos me dejaban saber que gustaban de lo que leían y entendían que era una ficción. Esto me llevó a pensar que puede que no escriba bien, pero no tenía que ver con la interpretación de los textos. Entonces pensé en dejar instrucciones, o sea, dejar un `algo' que explicara como funcionaba la cosa y modifiqué el subtítulo a Son todas ficciones. Pero fue como dejar una receta sobre la mesa explicando cómo untar el paté, y luego cuál de los dos elementos dulces utilizar. El punto de partida no es martillar la cacerola hasta que cocine el guiso, sino dejar el martillo de lado y ver qué hacemos para que se cocine. Hay que revaluar por el camino y replantearse las cosas.

Un norte

Ayer estaba en la cocina pensando en el norte. Pensaba como esa idea funciona para tantas cosas. La primera seguramente sea la que nos da la brújula, esa herramienta que soluciona parte del problema de a dónde estamos para saber a dónde vamos. Y luego vienen muchas ideas que explotan la primigenia: tener un norte para ejecutar un plan, tener un norte para mantener una ruta, tener un norte como persona, etc. 

Pensaba en como los grupos de amigos suelen tener un norte, a veces es una persona o dos, que son una referencia fuerte de qué se hace y qué no, cómo se hace y cómo no. Otras veces el norte es una entelequia del conjunto, un simple punto de unión que define las direcciones, los sí y los no, como un equipo de futbol, el gusto por una actividad o simplemente haber compartido tiempo juntos en algún lugar que fijó ese norte y luego las trayectorias siguen definidas desde allí. Es una idea lo suficientemente larga como para publicar algo al respecto, pero no tengo donde, porque mi blog son ficciones ahora, no son más cuatro vientos.

Entonces volvió la idea original, los vientos, pero esta vez simplemente serán cosas que ponga sobre la mesa y cada uno preparará su galleta como más le guste. La gente entiende que un blog es un lugar para reflexiones personales, como esta, y no necesariamente un lugar para publicar ficciones. Pero yo quiero publicar mis ficciones, tener ese norte cuando las escribo me empuja, me pone incómodo y me lleva a masivos bloqueos que son los que me generan miles de preguntas y replanteos. Entonces tendrá que ser un mixto, pero vuelvo a caer sobre mi problema: no lo dejo fluir para poder revaluarlo, poder dejarlo ser lo que sea.

Mi blog será un blog, como cualquier otro y dejaré allí también las publicaciones de lo que vaya escribiendo. Creo que la gente va a entender lo que quiera y yo así debo dejar que sea. Estuve sosteniendo una solución a un problema que no tenía, y no buscaba la solución de aquel que sí tenía.