viernes, 27 de septiembre de 2024

La Lista


    No lo resolví aún, pero creo que la parte que más estático lo deja es ese aún. Hay una lista de cosas pendientes y la idea de que la tarea veintitrés está atrás de otras veintidós es lo que me impide realizarla, entonces empieza el calvario: ¿Si no quiero hacer la uno? ¿o la dos? Mismo podría no ser el momento, simplemente la tarea por delante es imposible de realizar en este día en esta hora. Pasemos a la siguiente... No esperá, no es óptimo así, hay un orden. 

   Me levanté de la mesa del café, le hice una seña con el brazo a Marcia que estaba atrás de la barra y esperé a que me contestara, su respuesta fue un eco de mi movimiento. Salí por la vereda de la calle de casa, el café queda justo en una esquina, pero la calle no es la de casa, en realidad se choca con la de casa, o mejor dicho la de casa nace a partir de esta calle. Hay que pasar por el mercado a comprar pollo. El mercado está en la otra cuadra, pero ahora no. 

    Saqué un cigarrillo el paquete y me lo puse en la boca, caminé unos doscientos metros mojando el filtro con saliva, sin encender el cigarrillo, era una nueva técnica que tenía para fumar menos. De a poco la colilla humedecida tomaba un gusto horripilante y en ese punto tiraba el cigarrillo con un poco de asco, no me daban ganas de tomar otro, pero no me venía funcionando la cosa porque de un modo u otro seguía comprando los mismos cuatro atados el martes a la tarde en el kiosko de la esquina. Aún no me aprendía el nombre del tipo que atiende. Parece macanudo, educado, con buena salud ¿por qué trabaja de kioskero en un barrio?¿Cómo hace con la guita?¿Se ganó el Loto?

    En la esquina con la avenida encontré un tacho donde tirar el cigarrillo, venía buscando hacía unas veredas ya. En donde vivía antes había unos tres tachos de basura por cuadra, se mueve mucha gente por allá, pero acá el asunto era distinto, había que buscar la avenida como cuando yo era chico y vivía en el pueblo. La casa donde vivía de chico quedaba en una zona donde  no había nada de nada, había que recorrer cuatro cuadras largas hasta la avenida para encontrar algo, por ejemplo un kiosko. En ese momento de mi vida no había tareas, no había listas ni órdenes o prioridades, se podía ir al kiosko en cualquier momento, simplemente era una cuestión de voluntad. ¿Y ahora donde estaba la cuestión?

    La voluntad aquí también se hacía presente, si quería tomaba la lista y la tiraba a la basura, o la reordenaba, o sacaba ítems, y listo. ¡Ah! si la vida fuera tan fácil, imagínese, reordenar la lista. En todo caso me la pasaba haciendo eso, porque todo el tiempo la revisaba en mi cabeza para ver qué debía hacer primero, el orden, el desorden.

    Para cuando me di cuenta estaba caminando hacia el mercado donde venden el pollo, pero no había reorganizado nada, y no estaba en ese orden, no tenía que comprar el pollo ahora. ¿Y si no es ahora cuando? ¿Qué seguía en la lista? La cosa esa que no sé como se llama que va de tapita en el secador que está en el lavadero. Creo que la venden en la ferretería, pero no en la que está cruzando frente a la parada del colectivo, sino que seguro la venden en esa que está a siete cuadras, pasando la fábrica de pastas. No sé si voy a llegar, no recuerdo a qué hora cerraba pero hacían un corte amediodía, seguro que cierra, pero tienen de todo. Cuando vuelvo con las cosas saco la bolsa, paso por el mercado y compro el pollo. Ahora si, eso sí es un orden, creo que esa es la forma que tenía la lista. Pero seguro que llego a la ferretería y está cerrada ¿compro el pollo igual?

    El barrio era nuevo para mí, no conocía los lugares ni donde quedaban los negocios donde vendían las cosas que yo compraba. Caminaba descubriendo, organizando, pensando cuando y  para qué podía ir a esa pinturería, a ese bazar donde seguro vendían el tachito que necesitaba para el baño. Esperá, creo que tengo que comprar eso primero, así termino con las cosas del baño y cierro ese tema. Creo que también faltaba jabón y el otro día mientras lo repasaba pensaba que podría dejar un trapito en el cajón con algún producto para tener a mano y no tener que ir y volver al lavadero cada vez que necesitaba limpiar el baño. ¿Tengo que limpiar el baño? ¿Hace cuanto que no lo limpio?

    Bajé un pie del cordón y me tocaron una bocina cortita. Un tipo estaba moviendo despacio el auto para acercarlo a la esquina y no lo vi, venía distraído. Volví ese paso para atrás  y miré a mi alrededor, vi la fábrica de pastas, una florería que siempre estaba cerrada estaba abierta y la persiana de al lado estaba baja. Era la ferretería. Se fue al demonio toda la mañana, ya no sé como tengo que ejecutar ni para dónde ir, ahora solo me resta volver a casa fastidiado y hacer todo con culpa pensando que tenía que hacer otra cosa. Miré de vuelta para la persiana del negocio y me di cuenta que era muy angosta, que más que un frente completo solo tapaba una puerta o algo así. Además estaba muy sucia, como que no la habían abierto o movido en años. 

    Seguí caminando hasta la fábrica y me percaté que la ferretería sí estaba abierta, la cortina era parte del frente de la florería. Me volvió la alegría al cuerpo y mirando a ambos lados crucé la calle a mitad de cuadra, formulaba en mi cabeza la frase con la que le explicaría al ferretero lo que necesitaba. Vi una cantidad de personas esperando a ser atendidas y supe que me demoraría, fue un acierto no comprar el pollo ni frenar en el bazar. Ahora el orden se manifestaba y se explicaba, era por esto que tenía que venir primero, en esa locura había un sentido, una razón. 

    Mientras esperaba mi turno para ser atendido, parado en medio de la vereda, saqué otro cigarrillo y me lo llevé a la boca. No lo encendí, sobre la calle de la ferretería había varios tachos donde podría descartarlo luego. Tenía el siguiente paso. Ahora solo debía calcular si pasar por el bazar antes del mercado o dejarlo para otro día. Si compraba un trapito y un pulverizador con producto para baño podría completar parte de la lista. Empezaba a ser un día perfecto. El cosito del lavadero, el pollo y el baño. Podría volver a casa y disfrutar de la tarde pensando que había logrado todos mis objetivos, que había ejecutado en orden. Podría sacar ítems de la lista. 

  El cielo estaba apenas nublado, seguramente la tarde sería soleada, escuchaba al ferretero dar explicaciones de como se utilizaba un producto y pensaba en cuanto estaba ayudando a la gente con sus comentarios. Había un niño mirando con atención la bobina de una soga de nylon de colores. Sentí una presión en el pecho, luego un vacío y la imposibilidad de respirar, mientras mi infarto avanzaba se nublaba la vista y me mareaba, sentía como el piso desaparecía debajo de mí. Un remache apretaba con fuerza mi esternón y si seguía apretando lo partiría. Antes de morir solo pude pensar en que no era el momento, todavía tenía muchas cosas en la lista. 

    No compré tomates. 


domingo, 15 de septiembre de 2024

Bondiola


    Estaba en la estación de Banfield, comiendo un sandwich de bondiola, malo. No probé una buena bondiola hasta que pasé los treinta años, con lo cual, hasta ese momento de iluminación siempre pensé que era un fiambre condenado a la mala calidad. Por eso, a los diecisiete años, comer un sandwich de bondiola y que fuera malo, era esperable, era normal. El sandwich es un todo y hay que entender que el producto en su totalidad resulta malo o bueno, debido a la calidad de los componentes y su factura, si alguna de estas cosas es mala, el sandwich es malo. 

    El mes de noviembre en Banfield, durante mi adolescencia, era raro. Todavía no hacía calor pero algunas prendas comenzaban a molestar, como los pantalones largos. Uno se organizaba el día por la mañana y para antes del mediodía ya andaba cargando abrigos que se volvían innecesarios, se sentía sucio y no era posible reorganizarse, por lo menos no en mi cabeza, el día comenzaba y una vez planificado, se marchaba con el plan, sin alteraciones. 

    Este mes también es una zona extraña en lo lectivo, el año va terminando y los que ya dejábamos todo ordenado, no teníamos mucho para hacer. Los primeros años ejecuté incorrectamente mis estudios, pero luego entendí algunas situaciones sin siquiera ser consiente de ello por lo que me encontraba en la recta final del año sin muchas preocupaciones, simplemente esperaba que llegara la fecha de finalización de las clases regulares. Había que presentarse, cursar, entregar algún que otro trabajo pero así y todo había muchos tiempos muertos.

    Mientras masticaba mi sandwich de bondiola sentado en una de las barandas del andén, veía pasar los trenes. Los que venían del lado de Constitución casi que los veía cuando aún estaban por Escalada, pero los que venían de Lomas salen de atrás de una curva que no nos deja anticipar mucho la aparición. 

    En uno de los trenes que venía del lado de Lomas, y camino a Constitución, venía un compañero de la división al que llamabamos Tetón. Nunca supe el origen del mote, no había un rasgo físico que lo explicara, una expresión vocal aproximada, ni ninguna otra pista que yo conociera para entender el origen. A veces yo le decía, copiando a Maxi que lo conocía bien, Teiton, como si una persona de habla
inglesa intentara pronunciar su apodo, y eso fue lo que intenté hacer, con un bocado de sandwich a medio masticar en la boca, para llamar su atención.

    Antes de explicar la reacción de Tetón, quiero decirles que durante mi adolescencia y primera juventud me resistí a pensar, creer o aceptar que alguien pudiera encontrarme detestable. Simplemente me resultaba imposible. Podía suceder que alguien no tuviera interés en mí, o hasta ignorara mi existencia a pesar de estar ahí presente. Eso no era un problema, pero cuando abiertamente alguien me rechazaba o daba señales de que le caía mal, mi reacción era sobrecargar el contacto con esa persona para que pudiera ver algo más en mí que le permitiera no detestarme. No buscaba una amistad hermanada o ser el preferido, pero sí salir de esa casilla que sentía injustamente atribuida a mi persona. Tetón me detestaba. 

    La oportunidad de esquivar a aquellos que detestamos o simplemente no deseamos su compañía es fácil cuando el mundo donde compartimos con esa persona está habitado por una cantidad numerosa de personas. Por ejemplo, si trabajamos en una oficina con cuatro personas de las cuales una nos cae mal, estamos en problemas, ya que las chances de encontrar momentos donde podamos mantener la distancia sin tener que justificarnos es baja o nula. Por otro lado, si estamos en cursando una materia en la facultad, donde puede haber más de cien personas, el momento de convivencia puede ser evitado en su totalidad sin tener que encontrar o dar ninguna explicación. Cuando cursamos cuarto año con Tetón éramos doce personas, para desgracia de Tetón. 

    La masa informe, mezcla de harinas, lácteos, carnes procesadas, saliva, algo de mayonesa y componentes menores que no vienen al caso mencionar, se aglutinaba en mi boca bloqueando el paso del aire de tal modo que el sonido quedó amortiguado, acolchonado. No tuvo volumen, claridad, definición, ni ninguna otra característica que le permitiera alcanzar apropiadamente los oídos de Tetón y por lo tanto darse por aludido. Tetón siguió caminando por el hall de la estación camino a la calle con su característica expresión vacía en los ojos y el andar cansino, ambos producto de su consumo diario de canabis. Mi mente ordenó un segundo intento, luego de acomodar el bolo de comida en uno de los costados de la boca, pero algo frenó ese comando y no se ejecutó. 

    Tetón siguió caminando en dirección al colegio y, poco a poco, su figura se fue perdiendo entre tantas otras personas que caminaban en la misma dirección. El sol estaba alto y aplastaba todo con ferocidad, pero su máxima potencia estaba aún por llegar. Yo continuaba mascando el bocado mientras miraba la parte restante de sandwich en mi mano, preguntándome por qué lo seguía comiendo si era tan malo. Preguntándome si Tetón no me había escuchado o había utilizado la confusión parajustificar seguir caminando. En unos momentos más yo también caminaría al colegio e indefectiblemente encontraría al grupo de cuarto año en la puerta donde nos saludaríamos y resultaría imposible a Tetón no saludarme. Pero aún allí en la estación pensaba en como no soltaba el sandwich, en como no soltaba a Tetón.

jueves, 16 de mayo de 2024

Helado


    El helado, sagrada comida que no debe desperdiciarse ni dejarse arruinar por el calor, se estaba derritiendo. Alcanzaba la mano en pequeños hilos de colores marrones, algunos más oscuros, otros más claros. Se estaba pegoteando a la servilleta, que saturada se pegaba al cucurucho intentando formar una masa única e indistinguible, que podría ser devorada en conjunto, ya sea por un mordiscón o por una lamida furiosa, con más visos de corrección y ajuste que de metodología de ingesta. 

    No era la falta de frío la principal delatora del estado de las cosas, sino el efecto pegote que se estaba formando entre los dedos. Pronto habría que lavarse las manos en alguna canilla, no habría paños húmedos que resolvieran la situación, solo resultarían un paliativo hasta alcanzar la mentada canilla. 

    Los bordes curvos y granulares en los picos de la masa fría habían desaparecido, entre lenguetazo y lenguetazo se les había dado una forma más bien redonda, hasta alcanzar un dibujo que bien podría ocupar el espacio interior de una cúpula ojival. Ahora mismo esa estructura era la misma que permitía la afluencia de los ríos, pequeños pero portantes, de masa líquida que se deslizaban hasta alcanzar la mano, capaces de encontrar los intersticios formados por los dedos, que envolvían el cucurucho.

    El continuo formado por el cucurucho y la masa que ocupaba el interior del mismo sostenía su posición, aún era posible ver la prolija línea que trazaban hermanándose, pero la opacidad original del helado había dado lugar a un brillo que era propio de la primera capa de material derretido, esa delgada capa que funcionaba separando el cálido aire del exterior de la siguiente capa ya fría de esa mezcla de crema, yemas de huevo, azúcar y, en este caso, trozos infinitesimalmente pequeños de chocolate que le daban el sabor característico. La función de dicha capa es brindar una última defensa, resistiendo, absorbiendo los golpes de las pequeñas partículas veloces del aire, sin casi comunicarlas al interior, y de esa manera, aislando toda esa kinesis de las estables y poco móviles partículas del interior que aún recordaban la lección aprendida en las heladeras. 

    Pero toda batalla que se sostiene durante mucho tiempo genera un desgaste, un estrés. Así como el desgaste desluce a las mejores tropas, el cansancio nos roba de nuestros mejores momentos, la capa aislante crece para ser, y en ese crecimiento se desforma. Ese crecimiento es parte de su condena. Abarrocado a su forma de ser, el material ambiciona, se acumula, resulta demasiado y en un intento último de sostener la posición, su propio peso lo traiciona. El tren de partículas será arrastrado a gran velocidad con dirección al piso, solo para encontrar en la mano el primer obstáculo a franquear. La masa está condenada por su propia naturaleza, por su propio comportamiento. Es eso o ser devorado. 

    Cuando los dedos estuvieran llenos de helado y el cucurucho hubiera perdido su capacidad estructural, el dueño de la lengua comprendería que su breve lapsus reflexivo había implicado consecuencias catastróficas: no se podría ya maniobrar con libertad sin poner en juego la totalidad de la operatoria, todo parecía estar más allá de un posible rescate. En ese momento comenzó a abrazar la idea de dejar todo ser, de soltar, dejar caer, asumir la mano pegoteada y la servilleta desbordada. Contempló el vacío que representaba la volición de ser en esta mínima versión de su vida. Anheló volver a la anterior o simplemente dar paso a la siguiente. Dejó caer el helado en el tacho y mientras se enjuagaba las manos en el baño recordó que era martes, el día menos importante. Meditó sobre lo sucedido. Concluyó que media vida de comer helado no le había enseñado a hacerlo sin mancharse ni pegotearse. Se miró al espejo y se prometió no volver a comer helado nunca más. 

Fue lo mismo que pensó el viernes siguiente, cuando entraron juntos y le susurró al oído:

- Es a donde me traían de chiquito... es el mejor!


 


jueves, 2 de mayo de 2024

Onda y Particula

 


    ¿Cuántas veces se puede escuchar el mismo disco? Hablo de repetir una y otra vez la reproducción de un mismo álbum. 

    Hace unos meses estoy siguiendo un perfil en Instagram donde se recomienda un disco por día, no es una lista de Los mejores discos de la historia de la música mundial, sino simplemente una lista de discos que a quien lleva el perfil le parece que son discos ¿clave? y que deben ser escuchados. 

    Entre esos discos hay varios que tenía ya escuchados o conozco bastante del artista. Pero la verdad es que la mayoría de ellos hasta ahora me han resultado agradables sorpresas y, si bien no los he escuchado todos, el ejercicio de reproducirlos me ha quitado de mi listado habitual, que cada tanto se vuelve monótono o repetitivo. Tiendo a quedarme en un disco. 

    En estos días estoy escuchando Wave de Antonio Carlos Jobim, que es un artista que conocía y tenía ya escuchado, pero dada su basta obra y amplio registro, no había caído en la bella trampa de escuchar este disco (cabe aclarar que la palabra `este' nunca aplicó de mejor manera, ya que mientras escribo estas líneas lo estoy escuchando) El disco Wave es realmente muy parejo, muy prolijo y muy lindo. Lo disfruto tanto que cuando lo dejo de fondo mientras trabajo, limpio, acomodo, lavo o lo que sea que haga, es una banda de sonido constante de mis acciones, de mis pensamientos. 

    Entonces estaba a punto de darle play por enésima vez cuando me hice la pregunta enunciada en la primera línea. Lo cierto es que no tiene respuesta que me deje satisfecho. ¿Es lo mismo escuchar y escuchar un disco que simplemente escucharlo una vez y luego dejarlo ir? Atención, no me refiero a dejarlo para siempre, solo respetar el espacio que llenó dejando que el vacío que genera el final le de un cierre. 

    Me pasa que leyendo libros se terminan las novelas o los cuentos y muchas veces, no siempre, hay un salto al vacío al final, hay una caída donde me quedo preguntándome qué cosas van a ocupar el espacio de ese estímulo que tenía. La ansiedad por subir al transporte público para poder leer esas páginas que tenemos detenidas. No querer bajarse del mismo para no interrumpir la inercia que lleva la aventura o la emoción. 

    Pero no sucede con todas las artes del mismo modo. Uno se para frente a una pintura y la observa hasta que nos `dice' algo y conversamos un poco con ese algo y luego pasamos a la siguiente obra. A veces no nos llama de ningún modo y simplemente continuamos nuestro camino. Si bien nos podemos llevar esa conversación para más tarde o mismo para interpelar otra parte de la obra, yo no siento una interrupción como sí siento al finalizar un libro o un cuento. 

    ¿Y la música? Pues este caso termina siendo más extraño. Cuando voy a ver a un artista en vivo me rindo a su control respecto a cuando comienza, finaliza o continúa el evento, mientras que cuando lo tengo en mis manos, como la posibilidad de elegir iniciar la reproducción o detenerla o lo que sea, no dejo que ese criterio que llevó a darle inicio, fin u orden a la obra me gobierne. Sé que un disco fue construído con motivaciones que van más allá de lo artístico. Un soporte determinado, como por ejemplo los vinilos, solo puede contener una cantidad de minutos de música. Es cierto que existen técnicas como comprimir el surco de modo tal que entren más minutos, pero esto conlleva una pérdida en la calidad sonora y como toda negociación que tiene sus pros y sus contras, quien lo produce debe elegir un punto que deje contentas a todas las partes. Ejemplos de este tipo hay muchos, entonces sé que lo que escucho no es una elección totalmente artística, por lo tanto manipularla ¿no la afecta?

   Quedarse con sed de seguir escuchando tiene un efecto reflexivo sobre lo que acabamos de experimentar. Hay una frescura la primera vez que lo escuchamos, mismo un disco que conocemos bien pero hace días o meses que no reproducimos. Las repeticiones van presentando otras facetas, volver a experimentar ese arreglo que tanto nos gusta, hilar dos canciones que sentíamos separadas, sentir agotado el estímulo y finalmente cansancio, hastío.

    Y sobre todo darle ese espació al final, ese que se vaya. Lo queremos con nosotros, pero la distancia y la nostalgia también nos dejan, en muchas ocasiones, apreciar de otro modo eso que en ese momento no tenemos. Por si algún distraído aún no lo sabe, nunca tenemos nada, solamente nos respetamos como sociedad unas reglas que dicen cosas de lo más extrañas como `ese árbol en tu casa es tuyo' o cualquier otra cosa puede ser propiedad de alguien. Entonces, si no podemos tener las cosas en un sentido concreto, solo las podemos tener en un sentido abstracto. Pero si es así nunca tuvimos las canciones y en el único sentido que le encuentro al verbo tener, es en el abstracto. Así las canciones son una abstracción que todos podemos tener y  una vez que nos alcanzaron, nunca nos dejan. 

    El otro día escuché a Charly decir algo como que `la música es el silencio entre las notas'. Lo dijo en un programa de televisión donde su genialidad le jugó una mala pasada, porque es poética y científicamente correcto lo que dijo. En la música el tiempo, el ritmo, los espacios, los silencios, son los huecos de vacío donde las notas se pueden expresar, necesitan de esos espacios para ser de esas distancias que se sienten y hasta nos alteran cuando no son respetadas. 

    Un disco entonces, necesita de espacio, necesita un hueco donde no estar para poder ir a ocupar ese espacio y una vez que fue, que se realizó hay que regalarle el espacio nuevamente, darle un silencio, llevarlo sin escucharlo, tenerlo sin atraparlo. 

jueves, 25 de abril de 2024

Sol Mayor

 


    Podría haber estado en la parada de colectivo horas, bueno no sé si horas pero si un buen rato. Me quedaba parado mirando ese infinito que forman los cordones de calles intentando calmar mi ansiedad, cosa que lograría si veía doblar varias calles más abajo el colectivo que me llevaría hasta lo de Marcelo, mi profesor de guitarra. 

    No tendría más que catorce años, un par de años menos que los que tiene mi hijo ahora, llevaba el pelo largo, zapatillas negras, jeans negros, remera negra y estaba parado en la esquina del barrio más tierno y dulce del mundo queriendo ser un animal metálico. 

    A esa edad podía quedarme mirando instrumentos en una vidriera sin siquiera saber si eran buenos o no, si sonarían bien y hasta en algunos casos, sin poder imaginar el género musical en el que podían ser empleados. Si me miraban fuerte y me preguntaban cuál era un bandoneon y cuál un acordeón, arriesgaba transpirando y palpitando temiendo confundirme. Quería impresionar, quería mostrar que sabía. 

    Ese día de la parada el viaje había comenzado horas antes en casa, ponía y sacaba la guitarra eléctrica de su funda unas cuatro veces cada diez minutos. La sacaba y tocaba,luego pensaba que se podía cortar una cuerda o podía romperse el cable o la correa y la volvía a guardar, soñando con el momento en que la podría usar en clase. Sería la primera vez que la llevaría a lo de mi profesor, que siempre me prestaba una Kramer que tenía con algunas modificaciones, que nunca supe cuales eran pero sospechaba de algunos injertos de plomo en el cuerpo porque pesaba una tonelada. Me resultaba cansador sostenerla en la pierna durante la clase, pero tenía un mango dulce, terriblemente dulce que dejaba deslizar los dedos con una facilidad que me provocaba querer prender fuego la criolla que había en casa, la única con la que podía practicar. 


    Cuando se acercó la hora de partir me preparé meticulosamente. Me vestí tomando con mucho cuidado los pasos con los que ejecutaba la tarea, como si la excepcionalidad del evento demandara una ejecución total y absoluta de todas las acciones que restaban por delante. Hasta había pensado como sería la frase que le pronunciaría al chofer del colectivo para pedirle mi boleto. 

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El colectivo finalmente llegó y fui a sentarme a un asiento libre que había, guardando cuidadosamente de no golpear la guitarra contra nada, sosteniéndola entre mis piernas y aprendiendo a cuidarla como nunca había logrado cuidar nada, a pesar de haberlo intentado. 

    A mitad de camino pensé que había olvidado en casa la carpeta donde guardaba las hojas pentagramadas donde mi profesor anotaba los ejercicios, acordes, progresiones o escalas. La tenía en la mochila, pero entonces habría olvidado algo más porque los nervios me estaban comiendo vivo. Solo me calme al pensar que podría mostrarle lo bien que me salía el último ejercicio que había practicado bien. 

    Pronto estuve frente a la pequeña casa y como llegué temprano, escuchaba desde la puerta al alumno que aún estaba practicando unos acordes que no lograba reconocer. Claramente era alguien más avanzado que yo y estaba aprovechando las inversiones que tanto le gustaban a Marcelo. 

    El tiempo se agotó, se dejaron de escuchar las guitarras y al corto rato la puerta del frente se abrió. Salió un chico algunos años más grande que yo, pensativo y ensimismado. Guardaba unos papeles sin el menor cuidado en una mochila que no cerraba bien y pasó a mi lado sin prestar la más mínima atención.

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    Era una linda guitarra, me dijo mi profesor. La había estado espiando en un catálogo de Ibanez que no sabía ni de donde había salido y estaba al final. El orden del catálogo era de mayor a menor categoría. En las primeras páginas estaban las mejores guitarras, las que eran modelos dedicados a guitarristas famosos o históricos de la marca, y a medida que avanzabamos por las páginas comenzaba a bajar la categoría. Mi guitarra estaba en la última página. Pero yo sabía que esa última página era mejor que muchas otras guitarras. En el catálogo la imagen de la guitarra era un azul francia profundo, con micrófonos negros y detalles en nácar. Estaba enamorado, pero el día que fuimos a comprarla solo la tenían en negro y así fue como mi guitarra fue negra y menos mal que así fue porque pronto conocí a un chico que tenía la azul y cuando la ví en vivo no me gustó. 

Ese día en la clase solo podía pensar en mi guitarra y lo linda que se veía, lo lindo que sonaba y lo liviana que era. Creo que Marcelo no me pudo enseñar nada en aquella ocasión, pero supo dejarme disfrutarla. Como seguí haciendo años luego y como sigo haciendo hoy. 

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    Pasaron muchos años de esa aventura, pero se ha elongado en el tiempo y cada vez que me cuelgo la guitarra siento que entrecruzo mis dedos con ese otro yo que tenía catorce años y que la plástica del tiempo es otra, más electrica, más continua. 

    Hay pocas cosas que perduraron en el tiempo como esa, todas son hermosas y algunas otras que no duraron tanto, también lo fueron y lo son en mi recuerdo. Me hace feliz pensar que todos los días domino un poquito más el instrumento y aunque esté muy lejos de ser bueno, si creo que dejé de ser sordo, o un poco al menos.