sábado, 5 de agosto de 2023

Carlos es Karl







    El sol vio nacer a Karl Soergerssen en Estocolmo, en Julio del `66. Su padre Kristian era danés y su madre, Socors Castells, catalana. Los Soergerssen estaban allí en Suecia debido al trabajo de Kristian, era investigador del Colegio Politécnico de la Universidad Técnica de Dinamarca para el departamento de radiometría y señales. Unos años antes del nacimiento de Karl, Kristian había realizado un curso con dos ingenieros de los Laboratorios Bell de Nueva Jersey que investigaban la señal de la radiación de fondo. En su regreso a Estados Unidos estos ingenieros le sugirieron a Karl buscar destinos más cercanos al polo, para obtener mejores lecturas y el bonito de Karl llegó feliz a su hogar para proponerle a Socors moverse durante el verano a Nuuk con el fin de realizar escapadas hacia el norte. Bastó la cara de Socors para que Karl buscara otro plan, así surgió la civilizada Suecia, y si bien esto implicaba moverse a territorio extranjero, podrían habitar en un territorio culturalmente más cercano y posibilitar también los planes de ser madre que tenía Socors, así fue como Lulea y Kiruna fueron descartadas y la un poco más nórdica Estocolmo fue elegida como destino. 

    Karl tenía tan solo unos meses viviendo en Estocolmo cuando su padre encontró la muerte mientras preparaban el viaje de regreso sin ninguna lectura útil de la radiación ni papeles preparados para la partida. Socors ultimó detalles y se fue al único lugar del mundo donde sabían que la recibirían: el Casal de Catanlunya en Buenos Aires donde su hermana trabajaba. Así Karl, el sueco, pasó a ser Carles Castells el catalán y luego de unos consejos mal dados por adherentes a los golpistas argentinos, Carlos Castillo. Para nosotros, Carlos, el gallego. 

    Carlos heredó del padre la altura y su figura esbelta, los ojos claros, y una prominente nariz. Sus cabellos trigueños y sospechamos, algo de su genio para las matemáticas. De la madre el color de pelo negro y los rulos, la tez un poco blanca pero con tintes de olivas, un carácter férreo y por sobre todas las cosas la habilidad para ser la persona más amable del mundo hasta que se cabreaba. 

    La mayoría de los que nos relacionábamos con Carlos éramos su ex alumnos, habíamos cursado física en el secundario con el profesor Andretti y Carlos era algo así como su asistente. Andretti no solía venir a las clases teóricas debido a las dificultades para despertarse temprano que son acarreadas cuando uno se acuesta tarde y alcoholizado. La clase tomaba los dos primeros módulos de la mañana de los martes y de los jueves, y como puede deducirse, las dictaba Carlos. 

    Luego de terminar el secundario Carlos nos sirvió a los pocos que seguimos carreras técnicas en la universidad como profesor de apoyo para física y matemática. Entre clase y clase, las noches desveladas preparando exámenes y dándonos apoyo mutuo en el estudio se fue formando un grupo. A veces simplemente nos juntábamos a cenar aunque no hubiera un objetivo académico en puerta, otras noches simplemente queríamos pasar el rato bebiendo un poco y conversando. Fue en una de esas noches desveladas donde conocimos a Karl Soergerssen.

    A Carlos le gustaba beber y nosotros, que lo creíamos español, le llevábamos unos vinos para entretener la velada. Esa noche nos dijo que en esa ocasión íbamos a beber Sahti, y si bien ninguno de nosotros sabía de qué se trataba, despejamos la mesa de fórmica roja y patas de metal que tenía en la cocina,  enjuagamos los vasos y nos sentamos bajo la luz esperando el comienzo del rito. Sacó varias botellas de una bebida oscura y alcohólica y sentados en la mesa, atentos como en una de sus clases, nos contó su historia. Cómo llegó a la Argentina y el destino de su padre, la situación de su madre y, sobre todo, lo que había acaecido en los últimos años.

    Socors se murió cuando Carlos cruzó la edad de veinte años. Después de haber huido de Franco, sufrido las nieves nórdicas y el temprano partir de su marido, la terrible Argentina de los sesentas y setentas rodeada de lo que restaba de su familia y sus paisanos fue para ella un momento bastante tranquilo. Los ochentas, la encontraron sin hermana pero con unas propiedades restituidas en Garrotxa, cerca de Besalú, presentando una oportunidad económica inesperada. Una vez llegada a su comarca, como si la vuelta al mundo que había dado presagiara un final, al salir de la oficina del notario cayó seca en el lugar que la vio nacer. 

    Carlos se encontró solo en Buenos Aires, sin madre ni padre, sin saber más que un poco de sus orígenes y completando papeles en el escritorio de un escribano cuando la vida le dijo, al ver sus papeles de nacimiento, lo que nunca nadie le había escondido: era Karl Soergerssen, danés, sueco y catalán, porteño por adopción y destinado a estar solo por el resto de su vida. Dejó de firmar los papeles ante el reclamo del letrado, juntó lo que tenía y partió hacia España con el único fin de reclamar lo que era suyo. Luego continuó en tren hasta Copenhague y se dejó mirar en silencio por los cuatro Soergerssen que eran su parentela ante un té de bayas y cuatro cajas de "Sahti". Al volver al hotel sobre el Nyhavn se quedó solo mirando el agua por la ventana, bebiendo "Sahti" caliente y sin entender una palabra de lo que se decía a su alrededor. Compró unas cajas de "Sahti" y decidió volver. 

    A la Argentina volvió Karl Soergerssen, eso decían los papeles y eso empezó a decir él. En la escuela le seguían diciendo Carlos, como hicimos tanto tiempo nosotros, hasta que nos contó la historia. Pero no fue la historia la que logró el destierro de Carlos, sino su mirada vacía mientras la contaba. Poco a poco su voz se fue transformando, hubo un momento donde hasta alcancé a escuchar el acento suomi interferir en el castellano, de pronto estaba adelante de una persona que tiene una vida llena de historias y giros, aventuras y tristezas, pero que no podía encontrar su lugar en el mundo. Cuando ya quedaban pocas botellas de "Sahti" y varios de los presentes se habían quedado dormidos, se hizo un silencio, y mientras dejaba que el rojo de la fórmica me masticara el cerebro lo escuché decir: "A veces lo único que tenemos es un nombre, y otras tantas, ni siquiera eso"