miércoles, 7 de enero de 2015

La playa

Dos vasos, una lona, dos sillas con ropa y bolsos. Mucha arena y una tarde donde el sol se escondía detrás de unas nubes finitas finitas.
El gordo salía caminando del mar lento, mirando hacia abajo, con un aspecto ensimismado. Delante pasó una mujer en bikini y no hubo ni el más mínimo atisbo de que intentara mirarle la cola.
Robert seguía parado en la orilla como cuando el gordo entró al mar, hacía ya unos cuarenta minutos. Tenía el mismo físico que su padre, largo, espigado. Un poco flaco pero atlético y fibroso. Tenía una remera blanca de entrenamiento del Nápoles y una gorra de Ferrari, le asomaban un par de mechones de pelo arriba de las orejas. El tono rojizo que supo tener estaba un poco desgastado y mezclado con unas canas. Miraba el horizonte atento con las manos cruzadas en la espalda.

Cuando el gordo pasó al lado le preguntó si sabía algo de Marina. El gordo levantó la vista y lo miró con una mueca en la cara que lo decía todo: todo estaba igual que antes.


El hijo mayor del gordo tomó las llaves del auto y avisó que volvía en un rato, era un pibe para ellos, pero ya tenía veinte años. El gordo lo veía con la mejor, sabía que se mandaba alguna de vez en cuando, pero nada fuera de lo común. Al auto lo cuidaba y nunca había venido manejando borracho. Eso era suficiente para él. Robert no le daba el auto a Verónica, su hija, ni aunque se estuviera desangrado él y ella fuera la única oportunidad de salvación. Amaba su coche pero era obsesivo hasta la médula con mantenerlo limpio. Si venía a la costa, mejor ni acercarse al auto después de la playa. Verónica a veces le pedía el auto al gordo, y el gordo lo largaba bufando un poco para que no se malacostumbre, pero en realidad no le importaba. Ese día la pasaron a buscar y no hubo problemas.

Robert enviudó en el parto de la hija. Nunca más volvió a meterse de lleno con nadie, ni le interesó. Tuvo sus novias, algunas que hasta fueron una imagen materna para Verónica, pero nunca vivió con ninguna ni estuvo cerca de hacerlo. El gordo amaba a Marina desde el día en que la vió. Salieron, se pelearon, se reconciliaron, se volvieron a pelear y después de cuatro años de relaciones con otras personas, un día se vieron, ella se fue a la casa del gordo, no volvió a la suya y desde ahí que estaban juntos, hace casi treinta años.

Hacía cuatro días que ella se había ido. Tenía unas amigas en el balneario de al lado y había arreglado para ir a visitarlas. Se tomó un colectivo un jueves a la tarde y después de una hora al gordo le apareció un mensaje que decía que había llegado y que estaba todo bien. Eso fue lo último que recibió de ella.

Cada tanto el gordo y Marina tenían esos desencuentros, de los dos lados. El gordo pescaba con unos amigos en el Tigre y se podía ir una semana sin dar noticias y cuando volvía, simplemente contaba como había estado todo, pedía una actualización de las cosas de los chicos, que tal vez todavía estaban en la escuela, y seguía con su rutina. Marina a veces se iba sola al departamento de la costa y ahí se quedaba, tres o cuatro días, incomunicada. El gordo a veces se enteraba de ella porque el portero del edificio de la costa le decía algo o algún amigo en común se la había cruzado y después hablaba con el gordo, pero entre ellos, nada.

Robert no entendía esas distancias que se ponían. Se acordaba de su mujer, con la que apenas estuvo seis años, y no se imaginaba atravesar un período así, mucho menos que sea algo normal o esperable. Pero el gordo siempre le hablaba del tiempo, de la convivencia y que muchas veces la gente, esa misma gente que amamos y con la que queremos compartir nuestra vida, es difícil y nosotros somos difíciles y hay que respirar para poder seguir.

La última vez que le dijo eso estaban los dos sentados en la playa después de que el gordo salió del mar. Era una tarde que se estaba poniendo fresca y la gente se iba de a poco, algunos se abrigaban y tomaban mate. Robert y el gordo estaban solos. Los nenes se habían quedado en el departamento durmiendo hasta tarde. Robert siempre trataba de entenderlo, pero no podía. El gordo no insistía porque le dolía pensar que estaba escarbando sobre una vieja herida. Después de un rato en silencio, los dos mirando al horizonte y sin gente ya en la playa Robert largó lo que tenía guardado.

- La gente es distinta, eso es verdad, yo nunca tuve lo que tuvo mi hermano con su mujer, ni siquiera tengo con Vero lo que él tiene con mis sobrinos. Pero hay cosas que no me entran. En los años que estuve con mi mujer jamás pensé que un tiempo separados podría ayudarnos a algo. A veces incluso había quien me decía que ella lo necesitaba, que era otra persona cuando estaba conmigo y que tenía que tener un rato para ella sola. Pero ella jamás me lo planteó.

- Bobby, ya te lo dije mil veces. Son tantas las maneras de amar y estar con alguien que no hay suficientes personas en el planeta para representarlo. A mí mi suegra siempre me decía que yo a Marina la quería más que ella a mi. Pero no podría sobrevivir un segundo pensando que eso es cierto, me quedo si, con la idea de amores distintos, que cada uno quiere a su manera y hay que aprender a leerlo. Pero te juro que cada vez que me voy, sé que es para volver más fuerte, y ella también.

- Gordo, mirate la cara. Estás roto. Ella se fue hace unos días y no sabés ni qué hace ni cuando vuelve. Explicame cómo eso puede ser amar a alguien. ¿Ella no sabe que te ponés así?

- No sé si sabe, ni tampoco sé como está ella cuando yo no estoy y se queda en casa o dónde sea con los chicos. Pero cuando yo me voy sé bien cuanto la quiero y cuanto la necesito, aunque no se entere ella, tarde o temprano se dá cuenta.

- Que hay mil formas de amar lo sé. Que dos personas no se amen del mismo modo también lo entiendo. Pero ¿dejar al otro así? No entiendo como puede ser querer a alguien

- Bobby, ella no lo hace para hacerme mal, ni yo a ella. Pero a veces nos necesitamos a nosotros mismos en esto y con el otro al lado no siempre se puede. A vos te decían que tu mujer cambiaba con vos, que sola era otra y yo de eso estoy seguro que era así, pero tal vez en ese tiempo que estuvieron juntos nunca necesitaron de ese espacio. Funciona distinto para todos, pero el asunto es ese, que funcione de algún modo.

Robert se paró y caminó de nuevo por la orilla, con las manos en la espalda. Juntaba un poco de arena con los pies y la lanzaba al agua. El gordo se puso un abrigo y encendió un cigarrillo mientras lo miraba, los dos estaban bañados por ese dorado del sol en la tarde moribunda. El gordo se acordaba de las veces que había estado separado de Marina y salía con otras minas cuando era chico, y ahí no era nadie, lo sabía. Robert volvió de su paseo y comenzó a juntar sus cosas en silencio, el gordo hizo lo propio y se fueron por la arena seca en dirección a la calle en silencio. Desde la ventana del departamento los miraba el hijo del gordo, mientras escuchaba a su madre abrir la puerta.