jueves, 2 de mayo de 2024

Onda y Particula

 


    ¿Cuántas veces se puede escuchar el mismo disco? Hablo de repetir una y otra vez la reproducción de un mismo álbum. 

    Hace unos meses estoy siguiendo un perfil en Instagram donde se recomienda un disco por día, no es una lista de Los mejores discos de la historia de la música mundial, sino simplemente una lista de discos que a quien lleva el perfil le parece que son discos ¿clave? y que deben ser escuchados. 

    Entre esos discos hay varios que tenía ya escuchados o conozco bastante del artista. Pero la verdad es que la mayoría de ellos hasta ahora me han resultado agradables sorpresas y, si bien no los he escuchado todos, el ejercicio de reproducirlos me ha quitado de mi listado habitual, que cada tanto se vuelve monótono o repetitivo. Tiendo a quedarme en un disco. 

    En estos días estoy escuchando Wave de Antonio Carlos Jobim, que es un artista que conocía y tenía ya escuchado, pero dada su basta obra y amplio registro, no había caído en la bella trampa de escuchar este disco (cabe aclarar que la palabra `este' nunca aplicó de mejor manera, ya que mientras escribo estas líneas lo estoy escuchando) El disco Wave es realmente muy parejo, muy prolijo y muy lindo. Lo disfruto tanto que cuando lo dejo de fondo mientras trabajo, limpio, acomodo, lavo o lo que sea que haga, es una banda de sonido constante de mis acciones, de mis pensamientos. 

    Entonces estaba a punto de darle play por enésima vez cuando me hice la pregunta enunciada en la primera línea. Lo cierto es que no tiene respuesta que me deje satisfecho. ¿Es lo mismo escuchar y escuchar un disco que simplemente escucharlo una vez y luego dejarlo ir? Atención, no me refiero a dejarlo para siempre, solo respetar el espacio que llenó dejando que el vacío que genera el final le de un cierre. 

    Me pasa que leyendo libros se terminan las novelas o los cuentos y muchas veces, no siempre, hay un salto al vacío al final, hay una caída donde me quedo preguntándome qué cosas van a ocupar el espacio de ese estímulo que tenía. La ansiedad por subir al transporte público para poder leer esas páginas que tenemos detenidas. No querer bajarse del mismo para no interrumpir la inercia que lleva la aventura o la emoción. 

    Pero no sucede con todas las artes del mismo modo. Uno se para frente a una pintura y la observa hasta que nos `dice' algo y conversamos un poco con ese algo y luego pasamos a la siguiente obra. A veces no nos llama de ningún modo y simplemente continuamos nuestro camino. Si bien nos podemos llevar esa conversación para más tarde o mismo para interpelar otra parte de la obra, yo no siento una interrupción como sí siento al finalizar un libro o un cuento. 

    ¿Y la música? Pues este caso termina siendo más extraño. Cuando voy a ver a un artista en vivo me rindo a su control respecto a cuando comienza, finaliza o continúa el evento, mientras que cuando lo tengo en mis manos, como la posibilidad de elegir iniciar la reproducción o detenerla o lo que sea, no dejo que ese criterio que llevó a darle inicio, fin u orden a la obra me gobierne. Sé que un disco fue construído con motivaciones que van más allá de lo artístico. Un soporte determinado, como por ejemplo los vinilos, solo puede contener una cantidad de minutos de música. Es cierto que existen técnicas como comprimir el surco de modo tal que entren más minutos, pero esto conlleva una pérdida en la calidad sonora y como toda negociación que tiene sus pros y sus contras, quien lo produce debe elegir un punto que deje contentas a todas las partes. Ejemplos de este tipo hay muchos, entonces sé que lo que escucho no es una elección totalmente artística, por lo tanto manipularla ¿no la afecta?

   Quedarse con sed de seguir escuchando tiene un efecto reflexivo sobre lo que acabamos de experimentar. Hay una frescura la primera vez que lo escuchamos, mismo un disco que conocemos bien pero hace días o meses que no reproducimos. Las repeticiones van presentando otras facetas, volver a experimentar ese arreglo que tanto nos gusta, hilar dos canciones que sentíamos separadas, sentir agotado el estímulo y finalmente cansancio, hastío.

    Y sobre todo darle ese espació al final, ese que se vaya. Lo queremos con nosotros, pero la distancia y la nostalgia también nos dejan, en muchas ocasiones, apreciar de otro modo eso que en ese momento no tenemos. Por si algún distraído aún no lo sabe, nunca tenemos nada, solamente nos respetamos como sociedad unas reglas que dicen cosas de lo más extrañas como `ese árbol en tu casa es tuyo' o cualquier otra cosa puede ser propiedad de alguien. Entonces, si no podemos tener las cosas en un sentido concreto, solo las podemos tener en un sentido abstracto. Pero si es así nunca tuvimos las canciones y en el único sentido que le encuentro al verbo tener, es en el abstracto. Así las canciones son una abstracción que todos podemos tener y  una vez que nos alcanzaron, nunca nos dejan. 

    El otro día escuché a Charly decir algo como que `la música es el silencio entre las notas'. Lo dijo en un programa de televisión donde su genialidad le jugó una mala pasada, porque es poética y científicamente correcto lo que dijo. En la música el tiempo, el ritmo, los espacios, los silencios, son los huecos de vacío donde las notas se pueden expresar, necesitan de esos espacios para ser de esas distancias que se sienten y hasta nos alteran cuando no son respetadas. 

    Un disco entonces, necesita de espacio, necesita un hueco donde no estar para poder ir a ocupar ese espacio y una vez que fue, que se realizó hay que regalarle el espacio nuevamente, darle un silencio, llevarlo sin escucharlo, tenerlo sin atraparlo. 

jueves, 25 de abril de 2024

Sol Mayor

 


    Podría haber estado en la parada de colectivo horas, bueno no sé si horas pero si un buen rato. Me quedaba parado mirando ese infinito que forman los cordones de calles intentando calmar mi ansiedad, cosa que lograría si veía doblar varias calles más abajo el colectivo que me llevaría hasta lo de Marcelo, mi profesor de guitarra. 

    No tendría más que catorce años, un par de años menos que los que tiene mi hijo ahora, llevaba el pelo largo, zapatillas negras, jeans negros, remera negra y estaba parado en la esquina del barrio más tierno y dulce del mundo queriendo ser un animal metálico. 

    A esa edad podía quedarme mirando instrumentos en una vidriera sin siquiera saber si eran buenos o no, si sonarían bien y hasta en algunos casos, sin poder imaginar el género musical en el que podían ser empleados. Si me miraban fuerte y me preguntaban cuál era un bandoneon y cuál un acordeón, arriesgaba transpirando y palpitando temiendo confundirme. Quería impresionar, quería mostrar que sabía. 

    Ese día de la parada el viaje había comenzado horas antes en casa, ponía y sacaba la guitarra eléctrica de su funda unas cuatro veces cada diez minutos. La sacaba y tocaba,luego pensaba que se podía cortar una cuerda o podía romperse el cable o la correa y la volvía a guardar, soñando con el momento en que la podría usar en clase. Sería la primera vez que la llevaría a lo de mi profesor, que siempre me prestaba una Kramer que tenía con algunas modificaciones, que nunca supe cuales eran pero sospechaba de algunos injertos de plomo en el cuerpo porque pesaba una tonelada. Me resultaba cansador sostenerla en la pierna durante la clase, pero tenía un mango dulce, terriblemente dulce que dejaba deslizar los dedos con una facilidad que me provocaba querer prender fuego la criolla que había en casa, la única con la que podía practicar. 


    Cuando se acercó la hora de partir me preparé meticulosamente. Me vestí tomando con mucho cuidado los pasos con los que ejecutaba la tarea, como si la excepcionalidad del evento demandara una ejecución total y absoluta de todas las acciones que restaban por delante. Hasta había pensado como sería la frase que le pronunciaría al chofer del colectivo para pedirle mi boleto. 

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El colectivo finalmente llegó y fui a sentarme a un asiento libre que había, guardando cuidadosamente de no golpear la guitarra contra nada, sosteniéndola entre mis piernas y aprendiendo a cuidarla como nunca había logrado cuidar nada, a pesar de haberlo intentado. 

    A mitad de camino pensé que había olvidado en casa la carpeta donde guardaba las hojas pentagramadas donde mi profesor anotaba los ejercicios, acordes, progresiones o escalas. La tenía en la mochila, pero entonces habría olvidado algo más porque los nervios me estaban comiendo vivo. Solo me calme al pensar que podría mostrarle lo bien que me salía el último ejercicio que había practicado bien. 

    Pronto estuve frente a la pequeña casa y como llegué temprano, escuchaba desde la puerta al alumno que aún estaba practicando unos acordes que no lograba reconocer. Claramente era alguien más avanzado que yo y estaba aprovechando las inversiones que tanto le gustaban a Marcelo. 

    El tiempo se agotó, se dejaron de escuchar las guitarras y al corto rato la puerta del frente se abrió. Salió un chico algunos años más grande que yo, pensativo y ensimismado. Guardaba unos papeles sin el menor cuidado en una mochila que no cerraba bien y pasó a mi lado sin prestar la más mínima atención.

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    Era una linda guitarra, me dijo mi profesor. La había estado espiando en un catálogo de Ibanez que no sabía ni de donde había salido y estaba al final. El orden del catálogo era de mayor a menor categoría. En las primeras páginas estaban las mejores guitarras, las que eran modelos dedicados a guitarristas famosos o históricos de la marca, y a medida que avanzabamos por las páginas comenzaba a bajar la categoría. Mi guitarra estaba en la última página. Pero yo sabía que esa última página era mejor que muchas otras guitarras. En el catálogo la imagen de la guitarra era un azul francia profundo, con micrófonos negros y detalles en nácar. Estaba enamorado, pero el día que fuimos a comprarla solo la tenían en negro y así fue como mi guitarra fue negra y menos mal que así fue porque pronto conocí a un chico que tenía la azul y cuando la ví en vivo no me gustó. 

Ese día en la clase solo podía pensar en mi guitarra y lo linda que se veía, lo lindo que sonaba y lo liviana que era. Creo que Marcelo no me pudo enseñar nada en aquella ocasión, pero supo dejarme disfrutarla. Como seguí haciendo años luego y como sigo haciendo hoy. 

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    Pasaron muchos años de esa aventura, pero se ha elongado en el tiempo y cada vez que me cuelgo la guitarra siento que entrecruzo mis dedos con ese otro yo que tenía catorce años y que la plástica del tiempo es otra, más electrica, más continua. 

    Hay pocas cosas que perduraron en el tiempo como esa, todas son hermosas y algunas otras que no duraron tanto, también lo fueron y lo son en mi recuerdo. Me hace feliz pensar que todos los días domino un poquito más el instrumento y aunque esté muy lejos de ser bueno, si creo que dejé de ser sordo, o un poco al menos. 

jueves, 18 de abril de 2024

Tóner

 


    Priming the pump fue la frase que escuché, que leí en realidad, hace muchos  años cómo explicación al bloqueo para escribir. Una bomba de agua manual necesita que una sección del caño que desciende esté llena de agua, en su circuito, bombear en vacío no surte efecto ya que la mecánica de la bomba requiere que se cumpla una cierta condición inicial. Entonces esa frase hace alusión al acto de preparar las condiciones para comenzar una operación, ya que sin esas condiciones cumplidas no es posible hacer funcionar el mecanismo. 

    Para escribir, algunos de nosotros al menos,  precisamos inicializar la bomba, que puede ser cualquier cosa, pero una vez que bombeamos las primeras líneas, las siguientes comienzan a fluir, y claro, cómo todo mecanismo, funciona mejor con el uso frecuente, si se lo deja quieto por mucho tiempo, cuesta más la inicialización. 

    Priming the pump, me gusta la frase, la entiendo, la creo, la respeto. 

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    Ahiro levantó la hoja de la impresora, miró el tóner depositado y aún caliente en la hoja, sintió su olor que ascendía hasta sus fosas nasales atravesando el aire filtrado de la oficina y se preguntó cómo era el proceso que permitía que unas partículas de tinta seca se depositaran sobre el papel, lo abrazaran y se
unieran a él de tal modo que ya no se pudieran soltar. Miró el papel durante unos segundos, que no llegaron a un minuto, pero eran suficientes para llamar la atención.

    Miró distraídamente a su alrededor para saber si alguien lo estaba observando, pero se acordó que en ese piso nadie le importaba a nadie, lo que genera que rara vez alguien preste atención a lo que uno hace. Mismo aunque un par de ojos estuvieran apuntados en su dirección, no lo estarían observando. Learning new skills: regarding the void in your path era el libro que había terminado de leer hacía unos meses, donde el autor explicaba con términos cómo ...in your general direction... o ...the void is everywhere even though it doesn't exists... la idea de estar presente en un lugar sin llenarlo, sin estar, generando un vacío. Ahiro pensó en su perfil de Instragram

    Volvió a mirar la hoja que había tomado de la impresora, pero esta vez no observó el vacío de la hoja, ni el tóner, ni la fibra del papel, sino el sentido que tenían las lineas dibujadas que formaban letras, que a su vez formaban palabras, que a su vez formaban oraciones, que componían párrafos, que describían el perfil de la persona que se postulaba para el puesto. Ese puesto que no existía, pero la persona pretendía, que la empresa ofrecía y que el proceso marcaba cómo necesario pero que él y todos los otros sabían que no existía, ya que no era una cosa, era un vacío compuesto. 

    Sentado en su escritorio continuó escrutando la hoja de papel, precisaba sintonizar una de sus representaciones, no cualquiera. Necesitaba ver la hoja e interpretarla cómo una hoja de vida, o un Curriculum Vitae cómo lo llamaban allí. Curriculum Vitae significa algo así cómo carrera o recorrido de la vida. Nada de todo eso tenía sentido. Se llama Sofía, tiene una cierta edad adecuada para el puesto, tiene formación en el puesto pero no sabemos si entiende eso en lo que se formó o si puede utilizarlo. Sabe hablar algunos idiomas, no son requeridos pero se puede utilizar cómo parámetro de sus capacidades. Realizó uno o dos trabajos que nada tienen que ver con este pero demuestran ciertas aptitudes. Hay una zona del papel que es levemente más oscura que el resto, papel reciclado. El tóner quedó un poco claro a lo largo de una linea vertical, el cartucho debe tener problemas, o tal vez se está acabando, dicen que hay que sacudirlo cada tanto. 

    Ahiro levantó la vista y pensó que debía concentrarse en esa porción de vacío, en el que tiene por delante pero le escapa, no en el otro vacío que lo persigue y lo envuelve, lo acosa, lo atormenta. Bajó la vista y vió el papel nuevamente, pero al igual que la última vez no era una hoja de vida, eran garabatos sin sentido, eran partículas de polvo prolijamente depositadas en la hoja por medio de una tecnología avanzada que pocos de los usuarios comprendían. Incluye láser, polarización de elementos, transferencia por calor y mecanismos de empuje coordinados. Todo para dibujar una hoja, un papel, para describir otro vacío sin sentido ni poder describir a una persona, para ocupar un puesto, un lugar en el otro vacío. Volvió a levantar la mirada y se topó con la tela gris de su cubículo, le daba paz, era uniforme y tranquila.





jueves, 11 de abril de 2024

Actividades

 


 
    Estaba en la playa, mirando el primer pliegue de mi panza, sintiéndome bien con mi pelo, que acababa de cortar. La camisa era nueva, estilo retro y la llevaba sin abotonar, caía a mis lados y su pálido crema pincelado con  palmeras contrastaba con mi bermuda naranja. Me miraba los rollos, miraba la camisa, 
miraba mis manos. 

    Alcé la vista buscando un poco de refugio, el paisaje era inmejorable, Ipanema es una de las mejores playas de Río y fuera de temporada hay muy poca gente a pesar de que el clima está tan rico. 

    Mi mirada abarcaba el cielo y el mar, las nubes en el horizonte, el morro Dois Irmãos y mi vaso a medio llenar de caipirinha. Me sentí un estúpido. Pensé en volver al hotel y simplemente echarme en la cama hasta la noche, bajar a cenar solo al restaurante de la esquina cómo había hecho las últimas noches y esperar al momento que se me durmieran los labios con el alcohol. Luego conversaría con los mozos y los escucharía darme su felicitación por mi portugués, los escucharía melosos decir  que a pesar de mi sotaque se me entendía muy bien. Y nada de todo eso me generaría  la más mínima emoción. 

    Mi itinerario sería el mismo de los días anteriores: del restaurante directo a la barra del bar del hotel, pedir dos o tres tragos mientras escuchaba a un perfecto pianista tocar sin emoción el  repertorio de bosa nova que le demandaba el hotel y cuando ya no pudiera más volver arrastrado a mi habitación, ducharme y dormir hasta el mediodía, momento en el que bajaría con mi camisa, mi traje de baño, mi sombrero y mis lentes de sol para caminar descalzo por las calles hasta llegar a la playa y volver a repetir el ciclo. Sentía que estaba cómo entrenado para eso, para repetir el ciclo, esperando que algo extraordinario suceda. Nunca sucede.

    Estaba a punto de convencerme que otro atardecer en Ipanema no tenía nada para ofrecerme cuando vino hasta mi, Daniela. Se sentó a mi lado al igual que días atrás y destapó una cerveza que tenía en la mano. En silencio, nos quedamos mirando las olas y el sol bajar. 

    Había un pequeño resquicio de felicidad en esos actos. Yo estaba condenado al más allá de todo, ya no había estímulo que me generara el más mínimo interés, pero debo decir que el pequeño vertigo que me generaba su presencia era una molestia muy gratificante. 

    En la segunda o tercera semana de estar ejecutando mi ciclo de forma impoluta, en ocasión en que tenía una pequeña caja térmica con latas de cerveza, se acercó Daniela y me pidió una de ellas con una sonrisa encandilante. Tiene esa forma de reirse hasta con los ojos tan propia de algunas mujeres. Tomé una lata y sin mirarla se la extendí, mientras le decía que no hacía falta ninguna mímica, la respuesta sería``si o no'' solo dependiendo de mis ganas de tomar y la cantidad restante. 

    Durante  cuatro tardes siguió repitiendo su rito, llegaba, posaba, sonreía, me pedía que le convidara de lo que estaba bebiendo y luego de un rato simplemente se marchaba. La cuarta ocasión fue distinta, se sentó luego de recibir su cerveza y comenzó a hablarme sin esperar que la escuchara, sin esperar a que le respondiera. Me contó que se llamaba Daniela, que hacía veinte años vivía en Río y que no recordaba cómo había llegado. Dijo que todos los hombres eran unos imbéciles y fue en ese momento cuando le dirijí mi primera mirada. Se disculpó e hizo un gesto con la lata, cómo para no quedar desagradecida y luego simplemente se quedó callada. Yo solo dije que la entendía y seguí bebiendo de mi lata. Luego de eso estuvo varios días sin aparecer. 

    El día en que volvió, lo hizo con tres o cuatro de esas botellas pequeñas, se quedó con una y depositó las restantes en mi cajita térmica. Bebió en silencio y con la mirada en el horizonte, cerca del sol. Fue la primera vez que la miré profundamente, escrutando las marcas en su cara, en los ojos, las lineas de su nariz, los poros, lo hermoso de sus oscuros ojos, la forma lenta que tenía de parpadear. Me imaginé la cantidad de hombres que perdieron la razón por culpa de esta mujer pero no pude ver el rastro de ninguno de ellos en su expresión. Cuando se movió para tomar otra botella de cerveza le conté por qué estaba allí, en cinco palabras. Se quedó inmovil con la mano sobre el cuello de la botella y luego de dos o tres parpadeos, sin cambiar la expresión de su rostro, simplemente asintió, tomó la cerveza y luego de destaparla se dedicó a beber en silencio. Así nos quedamos hasta que el sol desapareció. Se levantó un momento después y mientras sacudía la arena de sus ropas y su cuerpo, me agradeció por estar allí y me miró. Supe que se estaba despidiendo. 

    Esa noche volví al hotel, junté las cosas y dejé todo preparado para irme al otro día. No cené, no salí, no hablé. El día siguiente por la tarde, subí al asiento trasero de un auto que me llevaría al aeropuerto. Mientras recorría los caminos de cemento y pintura, me imaginé sentado en la playa cómo había estado todos los días. Como todos los días llegaba Daniela, pero ese día hablábamos y llorábamos, nos reíamos y nos amábamos, para después volver a ser dos perfectos desconocidos. 

    El avión despegó puntual y cuando viró pude ver el Pão de Açucar, vi el teleférico surcar el aire, parecía que volaba, cómo si los cables no estuvieran. Pero estaban.  

    Nunca me subí. 

jueves, 4 de abril de 2024

Abaco

 


    Diana caminaba por la vereda de la farmacia, hacía treinta y ocho años que vivia ahí, pero el calor de la masa de cemento y ladrillo seguía sorprendiéndola con el calor agobiante que despedía a la tarde. A veces pensaba que de quedar ciega podría reconocer esa esquina tan solo por la energía que emanaba, mismo en el frío del invierno. 

    En la vidriera del negocio de al lado, una agencia de turismo, leyó un cartel que mostraba a una mujer de anteojos muy moderna, con un tailleur azul oscuro y una camisa blanquísima, el pelo atado y cara de concentración. A un lado la imagen transicionaba a la misma mujer en traje de baño en una playa Siciliana, con el pelo suelto y una gran sonrisa bajos los grandes lentes oscuros que tapaban  buena parte de su cara pero nada de su expresión de felicidad. La transición de imágenes estaba acentuada por la palabra oppure, que Diana no supo interpretar porque no conocía el italiano. Pero si algunas frases de nessum dorma y allí se fue tarareando la canción de Turandot. 

    Entró al vestíbulo de la casa y se quitó los zapatos, se agitó la remera para ventilarse el cuerpo caliente y recitaba a viva voz:

    - Delgua note, tramontana estele... al alba vinchero!!

    Su abuela se asomó desde el arcada que formaba la escalera al cruzar el vestíbulo y daba paso a la cocina y amablemente, sin dejar de sonreirle le dijo:

   - Dilegua o notte, tramontate stelle, tramontate stelle, all'alba vincero... ¿Era eso lo que cantabas? Creía que lo tuyo era Iron Maiden, no Puccini.

    Diana se quedó meditando sobre esto último mientras buscaba una silla en la mesa del comedor, almorzar en casa de la abuela una vez por semana no se había interrumpido nunca, ni cuando se casó ni cuando se divorció. Claro que cuando se casó se mudó solo a dos cuadras y luego del divorcio volvió a la casa de sus padres, ya vacía después del accidente. La abuela no la había abandonado nunca, ni en la presencia, ni el espíritu. Diana no sabía si había otras formas de abandono, pero en todo caso su abuela no la había abandonado de ningún modo. Diana sabía que su abuela tenía otros nietos, pero también sabía, o creía saber, que ellas dos tenían un vínculo especial. 

    Era cierto lo de Maiden pero ¿por qué una cosa quitaría la otra? La banda británica tiene por autor en sus letras a alguien que no teme recurrir a los clásicos y eso produce canciones como Flight of the Icarus o Rime of the ancient mariner a la cual no sé cómo reaccionaría Coleridge si la pudiera escuchar, pero vamos, que linda canción. 

    Mientras esperaba que su abuela viniera con la fuente de comida a la mesa, tomó un album de fotos que estaba sobre ella y comenzó a recorrer esas gruesísimas hojas acartonadas que sostenían las fotos, separadas por papel manteca. Había fotos de su primo Luca bebé con el nonno Massimo y otra de Guillermina cuando era joven, sola bajo un sol terrible, en la plaza de la estación, que en esa época no era más que un desierto prolijo, con proyectos de árbol que eran solo palitos. Los ojos de Guillermina penetraban en la foto del mismo modo en que la habían recibido cuando sonreía bajo la arcada y amorosamente recitarle la letra de Nessun Dorma en italiano, idioma que ella misma tuvo que aprender para hablar con la familia de Massimo. En la siguiente hoja estaba Diana siendo bebé, con sus padres jovensísimos. Su padre tenía  una sonrisa que ella había visto pocas veces en vivo, el pelo morocho y tupido y la cara limpia, sin barba ni bigote. Había visto esa foto miles de veces, pero cada vez que se topaba con ella volvía a sentir el vacío por el que caía, un vacío repentino y fresco, como si se rompiera una rama debajo de nuestros pies al estar trepados a un árbol. 

    Los fideos estaban listos, fueron servidos en una fuente, bañados en tucco y bombardeados de pequeñas albondigas que podían comerse de a dos o a tres a la vez. El olor del tucco de Guillermina era siempre increíble y para Diana esa era la mejor pasta que había en el planeta, a pesar de que sabía bien que no podía ser cierto porque el nonno toda la vida le había dicho a Guillermina: `tal vez la próxima finalmente lo logres' antes de comer el plato que tenía por delante como si fuera la mayor de las delicias.  

    Lentamente mientras Diana comía los fideos con paciencia y dedicación, observó el silencio entre ella y Guillermina, entendió que aquello no era un vacío, una falta de algo, sino que era parte de ese juego que había en la vida. Recordaba como el Magister Ludi podía atravesar una partitura musical con un análisis matemático que derivaría en una estrategía del ajedrez que sería comparable con un Haiku que luego nos dejaría reflexionando sobre nuestra vida. Siempre le había atraído la idea de poder hacer algo semejante, desde su adolescencia, y entonces todo: Puccini, Maiden, los fideos, los silencios y el calor que salía de las paredes, estarían relacionados entre sí, aunque sea por la más abtracta de sus formas, la forma que tomaba ella mientras masticaba las albóndigas. 

    - ¿Querés un poco de vino?

   - No Guille, ahora en un ratito tengo una reunión de trabajo y me voy a quedar dormida frente al monitor. Gracias. 

    La tarde dió paso a la noche, pero ni aún así refrescó.