sábado, 6 de enero de 2018

Cuchicheando







       Yo no quería saber de los ritos de la muerte. No era una negación a un hecho insoslayable, solo era un deseo. Pero pronto conocí los vericuetos de ese edificio, de esa oficina pública que te ingresa y te marea, te pasea por dependencias y te pide sellados, encasillar a una persona en pequeñas frasecitas compuestas para una danza de clasificación burocrática pero nunca comprensiva.  Siempre está esa mano amable: una señora mayor, un amigo un poco cansado que ya ha aprendido a dejar lo sufrido y otras veces, como tantas otras, es un padre triste que le muestra a su hijo esa parte de vivir que nos toca, pero que no gusta tanto.

Espío conversaciones ajenas dónde un alma desconsolada piensa que el entierro dura solo un día, y que el velorio mide unas tantas otras. Ahí mismo me encuentro con mi palma midiendo esos tiempos. Así como creo recordar cada piedra subiendo el río Colorado, o andando los senderos del cerro Azul, creo conocer cada uno de los pasos que se dan por esas sendas. La verdad es que a cada paso el andar es nuevo, la angustia es otra y cada día se siente como nuevo. Pero seguro conozco los tiempos y sé que no son ni días ni horas, como también sé que esas no son unidades para contar las vidas ni las muertes, los nacimientos o las desventuras.

El tiempo que pasa, pasa para no volver, pulsa con su presencia en cada acto del presente, ese presente escurridizo que pasa de futuro a pasado sin ser visto. Es como una nota disonante que no pertenece al acorde pero que nos despierta y despabila. Está pero es difícil encontrarlo.

Esa noche, la de la muerte, se hizo infinita y se propaga hasta en los días. El cielo es un poco más oscuro, las nubes un poco más grises, pero al rato me percato que ninguno de los dos, ni el que se va, ni el que se queda,  están ahí para ser atrapados. Solo son para ser vistos y sentidos. Son, pero no están. Aquellos que mueren son, también ausentes que se sienten, no están para ser atrapados, solo para ser sentidos.

¿Qué hacemos, entonces, con los vivos? Bueno, pues nos toca vivirlos para poder tocarlos, acariciarlos y sentirlos, y cuando no estén, solo sentirlos. Todo aquello que se interponga entre nosotros, nos mata el momento que no existe, pero además, nos quita ese futuro eterno que no estará, pero que se sentirá vivo.