sábado, 9 de julio de 2016

Muchas cosas




Si bien sentía el gusto metálico de la sangre en la boca, me sentía completamente inmaculado. Ni un golpe, ni un tiro, nada me había tocado, o eso creía.

Alfonso me había acompañado como mi amigo de niño hasta ese mismo día, pero las cosas habían cambiado. Ahora había un cuerpo, el suyo, tirado boca abajo, con los ojos abiertos pero apagados y la pierna izquierda doblada de un modo raro. La sangre corría debajo de su cuerpo formando un pequeño lago oscuro y cuando alcanzaba uno de los listones del piso se iba para la puerta derechita como siguiendo un presagio. En el departamento no había luz, no sé si la policia habría cortado el suministro o era uno de los tantos ensayos que hacía cada tanto la compañía. Por la ventana del balcón francés entraba la luz de la calle y dibujaba un rectángulo de luz perfecto. La cabeza y la mitad del torso del cuerpo de Alfonso caían en ese cuadrado, el resto yacía solitario en la penumbra.

Yo estaba de espaldas a la ventana viendo el cuerpo. Mi arma en una mano y un cigarrillo encendido en la otra, pero no lo fumaba, estaba estático. Lo primero que pensé fue en cuando teníamos quince años y Alfonso hacía mil cosas. Estudiaba piano, inglés, jugaba a la pelota, iba a la escuela, leía, se levantaba minas. Yo no lo podía creer ¿Cómo hacía?

Una tarde en lo de Marcia, una compañera de la escuela, armábamos un trabajo práctico de historia y como siempre Alfonso sin haber leído el libro sabía de qué se trataba, qué estaba bien y qué estaba mal. Yo siempre lo miraba y pensaba para mis adentros que si él podía, se podía. No sabía si era capaz de manejar todas esas cosas, pero que había que probar, insistir. Otros de mis amigos hacían una o dos cosas y ya se desbordaban. Además de ir a la escuela practicaban algún deporte, o tocaban un instrumento o algo, pero no quinientas cosas como Alfonso.

Fue raro escuchar los gritos por la calle Uruguay, nuestros zapatos golpeaban el piso y repercutía en los frentes de los edificios. Casi estábamos llegando a Paraguay cuando por Santa Fé dobló un patrullero. Los aullidos de la sirena me volvían loco, casi no me dejaban pensar. Ahí lo vía Alfonso que corría unos metros delante mío, darse vuelta y cabecearme una ventana.

En esos edificios de San Nicolás hay algunos que tienen alguna dependencia o departamento en planta baja, pero a unos setenta centímetros de altura más que la vereda. Uno tenía el típico balcón francés y la hoja de la ventana estaba abierta. Enseguida le entendí, nos metíamos y nos ganabamos unos minutos hasta encontrar la salida, él se trepó primero pero se quedó tomado de la reja, me tendió la mano con el revolver que tomé y con la mano libre me ayudé a subir, pasé primero y de pronto la oscuridad, no veía nada. Antes de darme tiempo a girar para ayudarlo a ingresar pasó la ráfaga de tiros y desde el marco de la ventana cayó Alfonso al piso y ahí quedó. Lentamente mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y pude ver mejor.

Los gritos de la calle y las centellas de la luz del patrullero se fueron lejanas en mi atención, solo podía ver la vida extinta en los ojos de mi amigo. Metí una mano en el bolsillo de la gabardina y saqué el atado, el encendedor, un pucho y metí el paquete en el bolsillo, encendí el cigarrillo y me senté en la silla más próxima, tenía un calor en el hombro y el sabor metálico en la boca justo antes de pitar.

Alfonso no estuvo más y yo seguí ahí unos segundos más. Tiré el cigarro por la ventana, asomé el revolver y escuchando los gritos desesperados comencé a asomar, sentí el primer impacto en la frente. Después ya no fuí más.