lunes, 17 de febrero de 2014

Ausencias

Subí al ascensor, cerré la puerta interior y bajo la luz que fustigaba mi calva, me quedé viendo el tablero. Los números se me antojaron perdidos. No era algo que sucediera muy seguido, la posibilidad de una dislexia estaba completamente descartada. Pero en algunas ocasiones, el circuito que conecta el mundo interior con el exterior fallaba. Podía recibir los estímulos externos, entenderlos y hasta procesarlos. Pero un impulso estúpido y primal gobernaba mis acciones y nada de ese análisis o procesamiento llegaba como respuesta al estímulo. En esta ocasión me quedé parado mirando el tableron, intentando descubrir que eran esas extrañas figuras que algunas de mis neuronas se jactaban de conocer: números.

Pues ahí estaba, quieto en la misma posición, en una mano la bolsa del super, en la otra las llaves. En esa misma de las llaves había un dedo, el índice, liberado para ejecutar la acción que no llegaba: pulsar el botón del piso correspondiente para lograr que el traslado vertical sucediera. Una lenta gota de transpiración se formó en mi temporal, justo donde el límite del pelo y la piel termina, casi escondido bajo la oreja. Bajó deslizándose  por el cuello y allí mismo supe que vendría hacia el frente. Mis párpados se cerraron lentamente dos veces, pero mi brazo estaba completamente inmóvil, incapaz de levantarse para pulsar el botón.

Esuché la puerta de entrada del edificio, una mujer venía hablando por teléfono con alguien, le explicaba que pronto tomaría un ascensor y que se quedaría sin señal, que más tarde volvía a llamar. La ví pasar por la ventanilla de la puerta rumbo al ascensor de mi derecha. Se fue. Otra gota, del mismo lado, bajaba por mi cuello con destino en mi pecho. Un yogur de la bolsa del super se acomodó y pensé que sería algunas de las cosas frías que se estaban achicharrando por la temperatura.

Otra vez la puerta, pero esta vez ninguna voz resonaba por el pallier, solo los pasos de alguien grande. Sonaba contundente, lo que me hizo sospechar que era un adulto joven. Mi puerta se abrió y un vecino de algo más de cuarenta quedó del otro lado. Al verme, sorprendido, me preguntó si bajaba y su cuerpo dejó el espacio que ocupaba frente a la puerta, para dejarme pasar. Dudó un instante pues no le contestaba, pero mi mirada mostraba atención, lo había visto y él lo sabía, lo había escuchado y él lo sabía.

En dos segundos que fueron eternos se articuló mi garganta para decirle que si, que me había sorprendido al verle allí parado, y que no podía moverme por el shock. Acomodé la bolsa en mis manos, las llaves y salí del ascensor. Luego me dí media vuelta y lo ví extrañado cerrando las puertas y luego ascendiendo. Los números de la pantalla cambiaban lentamente: dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Allí se detuvo.

Automáticamente el tercer ascensor, el de la izquierda cuando estás arriba del del medio, comenzó a bajar desde el quinto piso. Estaban programados para que siempre hubiese uno en la planta baja. Al llegar subí y antes de cerrar la puerta presioné el cuatro. Cerré la puerta y esperé la reacción. Me movía hacia arriba. En el espejo me vi la cara. Estaba rojo por el sol.