viernes, 26 de julio de 2013

En el espejo

En la pantalla se veía el programa correr. La ejecución parecía estar desarrollándose de forma satisfactoria, en ese caso, faltarían unos trece a quince minutos para que termine. Podría aprovechar para ver los correos. O leer el artículo ese que me recomendaron sobre precompiladores.

Abrí el navegador y busqué entre las cosas agendadas. Estaba el artículo, también unos videos que me había recomendado, algunos de ellos tenían meses y ya ni sé qué era lo que tenía que ver en ellos. Uno era sobre las posibilidades que tenía un delantero de llegar a mi club, pero era tan viejo que el tipo ya militaba en un equipo del exterior. No borré el marcador.


Pensando en el rendimiento del equipo que utilizo, concluí que era mejor no hacer nada hasta que termine, de modo de evitar consumir recursos que podrían ser útiles. Saqué la mirada del monitor y el mundo que me rodea a un metro de distancia cobró vida. El mate, unas galletitas en el paquete abierto para el desayuno, la bandeja de plástico con restos de la ensalada que había almorzado. Abrí el primer cajón de la cajonera y entre lapiceras, unos blocs de hojas en blanco y los saquitos de té ví el cepillo de dientes del kit viajero, doblado, junto al envase minúsculo de pasta.

No tenía por costumbre cepillarme los dientes en el trabajo, pero cada tanto, si tenía un almuerzo de contenido intenso o caía bajo el influjo de uno de mis ataques de higiene, se me daba por cepillarme luego del almuerzo. Antes de pensarlo tenía la pequeña bolsa de plástico en mi mano y me dirigía al baño.

Tal vez sea importante aclarar que trabajo en una oficina pequeña de una empresa multinacional. Seremos aproximadamente cuarenta personas en el piso y si bien puede acomodar a ochenta o cien, estamos todos apiñados en un rincón, dejando la mitad norte del piso completamente deshabitada. Los servicios están pensados para la cantidad máxima de personas: cuatro pares de baños, seis ascensores, dos escaleras de emergencia, amplios pasillos de circulación, cinco salas de reunión, dos de ellas para veinte personas y las otras tres para unas cinco. Una cocina completa y la joya del piso: un balcón de tres por tres que da a la calle lateral y donde algunos con la excusa de fumar vamos a ejercitar el sano vicio del recreo laboral.

Ahora entonces, aclaro, me dirigía al baño norte, el que está en la zona perdida. Normalmente el uso de esos baños, el de hombre y el de mujeres, estaba mal visto. Era como irse a la dimensión desconocida y a los jefes mucho no les gustaba, perdían de vista a la gente y eso no les parecía bien. Pero había algo que era más fuerte que yo. No puedo cepillarme con otra persona en el baño. No es que no quiero a alguien lavándose las manos en la pileta de al lado. No quiero a nadie ni en los migitorios, ni en los inodoros ni en ningún lado. Antes de entrar me cercioré que nadie me haya visto ir para allí y luego, una vez dentro, que nadie estuviera usando las instalaciones. Libre.

Había algunas manchas en los rincones del espejo, posiblemente el servicio de limpieza no se esmeraba tanto sabiendo que ese baño no se usaba con asiduidad. Frente a mi veía como mi mano introducía y extraía el objeto plástico de sección plana con motivos rojos y verdes en el reflejo del espejo. Poco a poco las comisuras y la parte central del labio inferior se llenaron de una espuma blanca. Parecía ser otra persona en el reflejo, de a poco dejaba de conocerme, pensaba en los años que habían pasado desde la última vez que me quedé estático mirando el espejo, aquella noche en casa de mis padres, siendo yo un adolescente. No podía creer que la vida se estuviera escurriendo de esa manera. El movimiento mecánico de entrada y salida del cepillo se hizo más lento. Me quedé mirando lo que me devolvía el reflejo: la boca semi abierta, cubierta de espuma, la cabeza del cepillo a la altura del pecho y el brazo sosteniendo ese minúsculo objeto con una tensión que bien podría haber parecido que pesaba una tonelada.

El ruido del picaporte me quitó de mi ensoñación y me catapultó a las tierras del culo fruncido. ¿Qué mierda estaba pasando? Anita se quedó atrás de la puerta abierta mientras impedía que se cierre con la misma mano que había abierto. Se quedó callada mirando el reflejo del espejo, yo le devolvía la mirada a su reflexión también.

-¿Sos boludo?
-¿eh?
-Estás en el baño de minas.

Me asomé para el lado donde están los inodoros y ví los dos migitorios en la pared.

-No mi amor, éste es el de hombres.
-No, es el de mujeres, están espejados en el plano, y todos tienen migitorios.

Hacía no sé cuanto tiempo que utilizaba ese baño y no me había percatado. Siempre que había visto los migitorios secos, pensaba que era porque nadie usaba esos baños, no que nadie meaba ahí. No sabía si enjuagarme la boca o cruzar así directamente al baño de enfrente. Debo de haber tardado bastante en alcanzar una posición ya que Anita se pudrió y entró igual al baño y mientras cerraba la puerta de uno de los inodoros me decía:

-A mi no me jode, pero si te impresiona escuchar a una mina hacer pis, mejor que salgas.

Giré rápido para enjuagarme antes de que empiece y cruzar, pero ni bien me agaché para recoger el agua con mi boca ví sus zapatillas, su pantalón enrollado en los tobillos y la parte baja de su ropa interior. No podía meterme en la situación. No podía reaccionar, darme cuenta que sensación, si alguna, me causaba todo esto. Mecánicamente junté agua en la palma de la mano y cuando mis labios sintieron el fresco escuché su orina golpear el agua. Si me daba impresión que un tipo se lavara las manos a mi lado mientras me cepillaba, no hay modo de explicar lo saturado que estaba emocionalmente al intentar enjuagarme cuando una mujer estaba utilizando el baño.

La escuché cortar papel y yo seguía agachado frente al agua. Intenté disimular y comencé a enjuagarme ya no para salir corriendo sino para terminar con el rito, salir del baño y negar la situación cada vez que la recordara, posiblemente, cambiar de trabajo.

Mientras limpiaba el cepillo y me secaba la boca con una toalla de papel salió del puesto mientras se escuchaba la descarga del inodoro. Me miró de reojo, un poco enojada, y un poco asqueada. Mirando el reflejo en el espejo, sin quitar el cepillo del torrente de agua, bajé la vista hasta su entrepierna y recordé su ropa interior. Sentí el calor que corría por mi cara y me miré, parecía que había estado bajo el sol durante largas horas sin protección. Se secó las manos y tiró la toalla usada al tacho, todo sin dejar de mirarme, al abrir la puerta para salir freno y de espaldas me dijo:

-Esto no pasó.

Y supe que hay mentiras que se pueden ocultar y hasta convivir con ellas, otras no.