sábado, 14 de noviembre de 2020

Una Fiesta (en Balvanera)




Una noche de verano caminando por Moreno, al cruzar la calle Pichincha, escucho el acustizado rugido del león. Iba de regreso a mi casa y estaba agotado. Hay noches en las que luego de beber unas copas y fumar tabaco la sensación de suciedad que tengo en el cuerpo sólo puedo quitármela caminando, transpirando y moviendo los músculos. Normalmente llego a mi casa y me baño, bebo una cantidad considerable de agua para comprar a futuro una resaca más amable y me tumbo en la cama desnudo y dejo que la tierna mano de la noche me lleve al último paseo.

Recuerdo cruzar la calle y sentir el llamado del sonido, pero seguí caminando y a los pocos metros los edificios volvieron a su charla habitual: un ventilador de techo detrás de un par de postigos entreabiertos, el goteo sobre la vereda de una planta recién regada en algún balcón o, tal vez, simplemente un chorro de orina de algún habitante de balcón con pocas ganas de desplazarse hasta un baño, un sonido lejano de algún coche pasando y finalmente ese silencio que no existe en la ciudad. Ese constante sonar de algo que vibra. 

Como ya dije, estaba agotado, pero la angustiante idea de volver a mi casa y no poder dormir me arrebató el pensamiento y simplemente decidí recular. Una vez más repetiría una mímica que tantas veces hice. Volvería sobre mis pasos, detectaría el origen del ruido, analizaría la posibilidad de ingresar como si mi destino fuera en ello y finalmente al momento de encontrar la solución al dilema me preguntaría si sería correcto, o qué podría hacer yo allí, daría vueltas en la puerta y hasta rechazaría alguna invitación de alguien que me viera rondando el evento. Luego volvería a mi casa, ejecutaría el rito de purificación y mis últimos pensamientos antes de dormirme serían proyecciones alucinadas de posibles resultados de escenarios imaginarios enfrascados en el contexto de esa hilarante fiesta, de ese universo desconocido, de todo eso que puede ser pero no es.

Y allí fui, mirando mis huellas invisibles sobre veredas antiguas. No voy a mentirles, había algo de emoción en el pecho. Podía sentir cómo estaba excitado por permitirme hacer una locura, por salirme del libreto y dejar la hoja en blanco, entregar la lapicera a un desconocido y dejar que escribiera lo que devendría de ahora en más de mi personaje en el libreto de esa noche. 

Todas las puertas estaban a oscuras, pero claramente había un sonido de fiesta y gente en algún patio. No era una terraza, el sonido hubiera sido más claro, más intenso, con más brillo. Éste estaba apagado, pero no distante, sino ocultado, escondido detrás de un algo. Pensé en alguna de las posibles ubicaciones. Un patio interno de un PH, estaría a unos veinte o treinta metros de la línea municipal, además la construcción sobre nivel le impediría al sonido viajar libremente, había varias fachadas en esa cuadra que podían satisfacer esa hipótesis y comencé a envalentonarme, a mirar reflejos en las paredes, a entender si el sonido venía de allí o era un rebote contra algún muro. En un momento tiré por la borda la teoría ya que vi un departamento del contra frente, sería un cuarto o quinto piso, con una luz intensa que titilaba y una figura humana que iba y venía por una ventana lateral. Pero el sonido no provenía de allí y agucé los sentidos. Era alguien desvelado mirando televisión y posiblemente yendo a la cocina de su casa a buscar algo para comer. Pero entonces vi mejor las luces en la ventana. No eran la televisión, eran el reflejo de algo que sucedía en la propiedad vecina. Miré el frente y encontré tres puertas, esas puertas de madera con una pequeña ventana oblonga bloqueada por una delicada reja. Ahora debía montar guardia y esperar mi oportunidad. O simplemente marcharme a mi casa a dormir. 

La investigación no había terminado, tenía a todos mis sospechosos, la escena del crimen y hasta algún testigo perdido, pero me faltaba el arma asesina para poder presentar al juez mis pruebas y rendir el caso. No había determinado cuál de las tres puertas daba al pasillo con el camino dorado, ni tenía, de querer ejecutarla, una excusa a mano para poder escurrirme. Y mientras deliraba pensando conversaciones fantasmas con seres imaginarios que entraban y salían, me encontré parado delante de la puerta del medio, mirando las vetas de la madera bajo el barniz, las capas de pintura negra cubriendo a sus antecesoras en las metálicas costillas de la reja. Miré la parte baja de las puertas para intentar descubrir un resplandor esclareciente, pero obtuve contundentes resultados negativos. Y escuché a alguien atrás mío, con vos temblorosa que me dijo:

- Uriel ¿sos vos? 

Me giré y vi a un muchacho de unos veintipico de años, con una botella de vino en la mano y un manojo de pertenencias en la otra: llaves de un auto, un celular y un paquete de cigarrillos. Era un ser físicamente disminuído, alguien a quien si bien no le parecía faltar buena alimentación, su delgadez lo dejaba cercano a la enfermedad. A su lado, una señorita de una talla apenas menor a la de él, como si fuera posible, portando un rostro de espanto que no sosegaba la mirada implorante de una respuesta afirmativa. Un metro más atrás, se veía una tercera figura que la oscuridad y las sombras de la noche me impedían determinar. Pero no era difícil entender que eran el origen del mencionado espanto, del tremor en la voz que me había llamado por un nombre con el que jamás me habían referenciado. 

- ¡Hey! Pensé que llegaban más tarde, ya toqué timbre, estoy esperando que me abran.

La señorita se acercó a saludarme y murmuró un nombre, entendí que se estaba presentando y a esta altura no sabía si era partícipe voluntaria y consciente de la escena que estábamos representando con su acompañante. Pero con tono firme y la mejor de mis caras les pregunté si el tercer elemento presente era parte del grupo, pero antes de obtener una respuesta se dió media vuelta y se marchó.

- ¿Tardarán mucho? - me preguntó la señorita.

- ¿Quienes?

- Los que vienen a abrir la puerta ¿estás hace mucho?

Dí por respondidas mis dudas y miré al muchacho con una pequeña sonrisa y una leve inclinación de mi cabeza. Extendí mi mano y me presenté:

- Enrico, no Uriel, pero es igual de italiano el uno que el otro.

- Jotacé, ella es Carrie.

Debo decir que a estas alturas los seres humanos menores de treinta años son para mi una incógnita cultural. No los entiendo. Ni sus nombres, ni sus costumbres ni sus cuitas. Mi perplejidad debe de haber aflorado contundentemente en mi rostro ya que ella, con un claro gesto de hartazgo me explicó que su madre era fanática de Sex and the City y la luz se echó sobre lo antes habitaba en lo oscuro. La serie está protagonizada por Carrie Bradshaw, de ahí, el nombre. Jotacé se sintió compelido a explicar el suyo: Juan Carlos. La distancia entre los nombres y sus orígenes me llevó a pensar en cómo se habrá sentido el traductor, si es que hubo, de las primeras incursiones de hombres europeos en América. Imaginé a los Taínos haciendo preguntas y gesticulando, para luego caer en el silencio y mirar impávidos a este hombre, que a su vez era interpelado por la mirada de su comandante que exigía una explicación.

Jotacé rápidamente le explicó el escenario a Carrie que al comprender que yo era, al igual que el otro ser que se había alejado, un completo desconocido, hizo un paso atrás y miró horrorizada a Jotacé entendiendo que había hecho una apuesta sin consultarla, pero que en caso de perderla ella también debería pagar.

Carrie tenía una cartera de esas que han sido siempre un misterio para mi. Pequeñas, de aproximadamente el tamaño de una cartuchera escolar. Intentar alojar cualquier cosa allí dentro que no fuera aire frustraría al más obstinado. Sin embargo Carrie sacó un celular y comenzó a golpear el teclado con una velocidad en sus dedos pulgares reminiscente a los telares de Liverpool en su apogeo, cuando comenzaba a dudar cuales eran sus intenciones con dicho accionar, volvió a meter el dispositivo en la cartera y con un aire suficiente nos dijo que pronto vendrían a abrirnos a la puerta. 

Debo recordarles en este momento que la atención a los más mínimos detalles era mi tarea, escuchar la utilización del plural del verbo me hizo pensar si esta situación ya me había bastado para franquear la puerta, o si sería interpelado al momento de intentar inmiscuirme. Mientras pensaba todo esto Jotacé intentaba cambiar la energía que reinaba y hablaba cariñosamente con Carrie, yo esperaba pacientemente a que la puerta se abriera y calculaba distintas ejecuciones: si entraba detrás de ellos o no, si debía jugar con la posibilidad de que quien abriera la puerta podía ser alguien que no nos conociera y no estuviera en condiciones de evaluar accionares, podía no ser el dueño o la dueña de casa, en ese caso mis chances aumentarían. Por otro lado pensaba que tal vez Jotacé y Carrie suponían que yo ya estaba invitado a la fiesta y que simplemente no había llegado a timbrar cuando fui interrumpido por ellos, situación complicada para mi ya que ellos no intentarían siquiera colaborar en el asunto. Así pues pasaron unos momentos hasta que se escuchó el sonido del herraje y la cerradura y supe que todo esto pronto se definiría.

Para el siguiente acto, debo hacer un breve paréntesis contextual.

Durante los años que viví en la calle Moreno, fui asiduo consumidor de las líneas de colectivo 2 y 103 que me llevaban a distintos destinos y me dejaban de vuelta a pocos metros de la puerta de mi casa. Muchos de estos viajes los realizaba rutinariamente: misma hora, mismo día, mismo destino o mismo origen. En el 103 solía encontrarme con una mujer de aproximadamente mi edad con la que, cuando yo descendía en el cruce con la avenida Entre Ríos, intercambiábamos alguna mirada. Incluía yo, a veces, un gesto con mi cabeza y ella respondía con una sonrisa, pero nunca, nunca, la cosa pasó de allí.

Finalmente la puerta se abrió y quien ejecutaba la tarea quedó oculto entre las sombras y el paño de puerta. Escuché una voz femenina que saludó a Carrie efusivamente e invitó a pasar, Jotacé estaba bastante más percatado de mi realidad de lo que yo hubiera imaginado y dejando pasar a Carrie me miró y cabeceó hacia el pasillo en un claro ademán de invitación, abrió el brazo con la mano que sostenía la botella como indicando el camino y a su vez mostrándome que debía pasar al siguiente. Estos gestos, las veces que se me han dado, me han impreso un registro muy bello del ser humano, ese entendimiento, ese agradecimiento, esa camaradería que puede existir entre dos completos desconocidos que simplemente han visto el mismo destello y lo saben.

Subí el peldaño y comencé a preocuparme por mis apariencias, al fin y al cabo, yo estaba camino a mi casa luego de una noche que si bien no había sido muy activa, había tenido sus momentos. Por no decir que la caminata podría haber perjudicado mis fachas y mis aromas. La vertiginosidad de la situación me había relevado de prestar atención a elementos que ahora se volvían constitutivos de mi ser para los roles que posiblemente quería ejecutar. Por otra parte la mesura me llevó a tomar dimensión del momento: estaba allí de regalo y sin miramientos. Desde el momento en que había decidido volver sobre mis pasos la frase había sido pronunciada: "Alea jacta est" y el cruce del Rubicón quedó pulverisado por las suelas de goma de mis zapatillas.

Pues entonces sin más, me dejé fagocitar por el momento, el pasillo, la oscuridad y la noche. Hice dos pasos y sentí como me tomaban por la muñeca amablemente, a mi lado pasó Jotacé intentando alcanzar a Carrie que había salido disparada hacia la fiesta y al seguir con la mirada el brazo de la mano que me sujetaba descubrí un rostro apacible que sonreía y me trasmitía calma. 

- Hola Enrico, hacía muchos años que no te veía. 

Sentí en mi estómago el vacío que solo el vértigo y el terror estimulan, pero no había nada que temer. 

Continuará...