jueves, 22 de octubre de 2020

Un Compás


Una vez, cuando tenía once años, le regalé un compás a un compañero mío de la escuela. Es un regalo bastante malo para un niño de once años. El festejado se llamaba Héctor y para ese entonces, el nombre a mi me reflejaba un nombre adulto, de otra época. Luego vendrían lecturas de algunos autores griegos clásicos y me encontraría el nombre en la Ilíada. Sería un príncipe, un guerrero, sobre todo un hombre de la cultura helénica y como tal, desde mi adoctrinada cultura: un hombre superior en todos y cada uno de los sentidos. Pero mi Héctor era un niño de once años, que vivía bastante más lejos de la escuela que yo y que tenía algunas dificultades para socializar.

Un día fui invitado al cumpleaños de Héctor y debía, por lo tanto, conseguirle un regalo. Recuerdo que fue una de las primeras veces que mi madre me dejaba hacerme cargo de algo. No era una actividad plena de responsabilidades pero así lo sentí yo. Tenía un presupuesto, un destino y un objetivo, debía ir a la galería de negocios que había en la esquina de mi casa y, en la librería, buscar un regalo apropiado. Era una de esas librerías que tienen un poco de todo. No había ninguna escuela enfrente ni siquiera en las manzanas aledañas. Era una de esas librerías que debía tener mapas, repuestos de cartuchos de lapiceras pero también algún juguete, papeles decorativos, tijeras con la punta no redondeada y hasta vasos plásticos y cotillón de cumpleaños. Allí debía encontrar yo, mi regalo para Héctor. ¿Pero cómo encontrarlo?

La dinámica del acto de regalar me era, como es de esperar de un niño de 11 años, bastante ajena. Hay actividades que pueden tomarse un poco a la ligera, la persona que crea que regalar es una de ellas, pues está equivocada. Hay todo un gesto detrás de ello. Uno se expone, se conjuga con el otro. Desde un profundo desinterés en el regalado hasta cuidar el más mínimo detalle: qué cosas le gustan, la propiedad del mensaje enviado con el regalo, a qué nivel de la persona llega. ¿Es un regalo superficial? ¿Es para estar presente todos los días? ¿Es un regalo que podría incomodar?

Uno de las formas de regalar requiere observación y atención. Si uno desea dar en el clavo con su regalo, éste debe ser una cosa premeditada, buscada en un listado de opciones que se construye con aquella observación, que se edita con la atención en los detalles. La elección del elemento de la lista, ya sabido su pertenencia al dominio de los aciertos, constituye nuestra expresión, es la mera exposición de nuestra volición sobre ese vínculo que hay entre el que regala y es regalado. Todos pueden necesitar una espátula en su cocina, pero no es lo mismo que la regale aquel que escuchó el comentario en un almuerzo familiar y lo recordó, que aquel que compartió un momento de preparación de una comida entre dos, donde se están evocando deseos de reincidir y poder decir, en medio de la aventura repetida: “podemos usar la espátula que te regalé”.

Pero yo no estaba mirando a Héctor, me estaba mirando a mí mismo. Imaginé, erroneamente, que aquello pretendido por uno podía resultar satisfactorio para el resto. Si un niño de cierta edad desea una pelota, pues todos ellos lo deben desear. Mi deseo, era un compás.

Sé que varios comparten el mismo embeleso. Entrar a una librería y desearlo todo: lapiceras, lápices, escuadras de colores, gomas, bolígrafos, lápices acuarelables, papeles de distintos gramajes y cortes rústicos. Sé que algunos otros no lo comprenden, que no entienden de lo que hablo, pero es así.

Así fue que a los once años entré a una librería, con un manojo de billetes en mi poder, y mirando a diestra y siniestra no podía decidir. Los juguetes eran un timo, todos y cada uno de ellos, no servían más que para aplastar la imaginación con una carga de frustraciones insoportable que apuntaba con su rostro burlón a la ignorancia: un transbordador espacial con el nombre ‘Sputnik’, un camión minero con el logo de una empresa petrolera, pelotas plásticas que desconocían la existencia de la elasticidad disfrazadas con pinturitas que decían ‘Tango’ o ‘Etrusco’ y tenían el triskel de leones borroneado hasta la vergüenza. No había modo que mis ojos soportaran semejantes afrendas. Pero en el mostrador, debajo del vidrio superior, estaba la cajita plástica que protegía a ese elemento que había transitado las eras y los milenios, que desde su simplicidad y efectividad reclamaba un lugar más justo en la lista de inventos del ser humano.

No cabían dudas, ese era el regalo. Como ya dije antes, no estaba pensando en el regala- do, sino en el momento que transitoriamente ese objeto sería mío, bajo la forma de regalo, y así poder poseerlo. Era metálico y tenía su propio portaminas. Nada de esos artilugios desconfiables que traían una deformación estructural que permitía sostener un bolígrafo y ajustarlo mediante una rosca plástica disparatada para su propósito. No, este era honesto, no pretendía alcanzar horizontes que no tenía asignados, su tarea era simple, ser un efectivo dispositivo trigonométrico, que al bailar sobre una de sus patas le permitiría a la otra trazar curvas, las más perfectas, al punto de poder reconciliar al final de su recorrido el trazo que había comenzado como punta huérfana y solitaria, ese acto final uniría esa línea con sigo misma para formar una circunferencia perfecta, del radio deseado y en el momento de ver esos trazos confluir, darle 
un instante de satisfacción, de gozo, a aquel que está dibujando.

Con los años fui a una escuela industrial y aprendí dibujo técnico. Allí el compás es amo y señor de la materia, sirve para trazar, medir, calcular, transportar. Creía conocer las maravillas de mi amigo pero su repertorio resultó tan deslumbrante que me cegó. Años después de haber hecho el regalo seguía pensando: ¡qué buen regalo que le hice a Héctor!

Fue pasando el tiempo y con él vinieron más experiencias, más personas y sobre todo, más conocimiento. Aprendí de las distintas dimensiones con las que se puede vivir una vida y como en algunas de ellas, un compás alcanza valores máximos. Pero también como en otras carece completamente de sentido.

El día que fui a la casa de Héctor era uno de los últimos días de clase de ese año, ya hacía calor y el sol brillaba fuerte. Recuerdo un muro blanco, incandescente, reflejando la luz del sol de la tarde hacia el interior de la casa. Eramos varios corriendo y jugando, mirando y tomando jugo. Dejé mi regalo sobre una mesa que estaba a la entrada junto con todos los otros regalos, tenía una tarjeta con mi nombre. Después de una interrupción para soplar las velitas y comer la torta lo instaron a Héctor a abrir los regalos. En un momento tomó el mío y rompió el envoltorio, en medio del jaleo incesante de la sala, de los gritos de los otros niños, de algunos adultos preguntando qué era, vi la cara de Héctor levantarse y mirarme y ya nunca más tuve que buscar esa palabra para entender su significado: perplejidad.