martes, 25 de abril de 2017

Vivo en un primer piso





Son diez y ocho escalones imbajables. Los subo todos los días, me sirven para medir mi fuerza, si estoy mejor o peor, si puedo llegar un poco más lejos o más fácil que ayer. A la mañana cuando me despierto tengo que bajarlos. Podría hacer lo mismo que al subirlos, fijarme si puedo bajarlos de forma más estable, hasta tal vez, de forma elegante. Es dejarse caer de una forma controlada hacía un pequeño risco con un vacío adelante. No hay de qué aferrarse y no quiero reclamos que rescaten esa baranda en la pared, tampoco el descanso de media escalera que muda en noventa grados el sentido de esa caída, de ese descenso. No muda ni la torpeza ni el engaño, no dobla la luz ni el sonido, solo la escalera.

En el ascenso se levanta un pié frente a otro para ascender con seguridad, cuando estoy muy seguro hasta me salteo un escalón, cuando estoy fuerte no importa si llevo mucho peso, el ritmo es el mismo de siempre. En el ascenso se puede uno caer
si no tiene cuidado suficiente, o si, como usualmente me sucede, uno se atolondra. Pero delante están los escalones, lugares donde poner las manos, donde frenarse. No son pocas las veces en que uno patina y desliza uno o dos escalones abajo, pero la caída es corta y seca. Nunca es tan dañina como podría ser una descendiendo.

En mi descenso quito un pié de su seguro lugar y lo levanto para dejarlo en una altura relativa superior a la anterior. Todo el peso y el balance quedan en una sola pierna, en una sola rodilla y tobillo, en un perfecto reacomodamiento muscular que orienta el peso de modo tal que el centro de gravedad no nos traiciona, esa rodilla y todos esos músculos armonizan para sostenernos y controlarnos en la caída administrada que significa ese descenso. Y cuando el pie arriva a su destino recibimos una transferencia para quitar todo ese peso y llevarlo a la pierna que se fue de paseo. Nuestro balance frontal debe ser cuidado ya que si el pié queda muy detrás, no hay donde apoyarnos y solo será para nosotros caer a un vacío que se hace evidente a medida que nuestro ángulo posterior aumenta vertiginosamente y nuestra realización fáctica nos escapa a mayor velocidad. Estamos cayendo.

Durante unas pocas milésimas se activan los sistemas y se ordena una reacción física. Hay manotazos a objetos cuyas distancias se desconocen, cuya firmeza o capacidad de sostén están en dudas. Hay un intento absurdo por reponerse con el tren inferior haciendo todo tipo de piruetas, las cuales son, con total seguridad, las causantes de las lesiones más traumáticas de la caída. Quien a caído en otras ocasiones se repone de esta instintiva reacción y se deja apoderar por la calma, se relaja y se deja caer, sólo hace algunos cálculos mentales de como será la caída, con qué objetos golpeará y si existe la posibilidad de minimizar las consecuencias.

Está la duda si aferrarse a algo en el costado pueda resultar efectivo. Pero suponiendo que este objeto se sostenga en su lugar, seremos nosotros quienes ganaremos un momento angular que es producto de ese agarrón más nuestra energía cinética que nos llevaba por la escalera, más la potencial ganada con la diferencia de altura de los escalones. Seguramente quedemos en una ridícula posición donde estamos tomados del objeto con dificultad, nuestra cara, ya sin la protección de nuestras manos
sufrió todo tipo de traumatismos y nuestros pies logran permanecer en un escalon cercano al original de la caída provocando que nuestras caderas y ellos estén a la misma altura. Todo esto hace de nuestro intento de frenada sea el promotor de un reemplazo de la caída original por un accidente mucho peor, ya que no solo hemos sufrido golpes, sino que además la vergüenza nos aborda.

En ese último momento de calma comienza nuestra reconstrucción, nuestro momento de saber que vamos a golpearnos y que será doloroso. No sabemos que más vamos a arrastrar con nosotros por el camino y cuanto daño causaremos o evitaremos pero es este el punto en el cuál radica el nuevo comienzo.

Llegamos desprolijamente a la planta baja, nos sacudimos el polvo y salimos una vez más a la vida. Hacemos nuestras acciones y las ponderamos, volvemos a casa y subimos de nuevo a ese primer piso.