domingo, 13 de septiembre de 2015

Ignacio y Ruffo



- Me duele el culo Ignacio, tengo como un grano grandote y me molesta.
- Te levantás, caminás un poco y te circula la sangre, pero no ahora, todos los días, así se te van los granos y el culo no te jode.
- No quiero caminar.
- ...


El perro estaba bastante viejo, pero sorprendía su lucidez y respuesta. Claro que había un deterioro físico importante, no era el cachorro saltador y juguetón que había sido, pero aún conservaba el olfato, la vista, el oído y si bien no corría, cada vez que Ignacio volvía, se acercaba a la puerta diez minutos antes y allí lo esperaba.

Maria no había gustado nunca del perro, pero con paciencia santa lo alimentaba, lo llevaba al veterinario y lo limpiaba. Nunca lo sacó a pasear, no le gustaba caminar. Ignacio se quejaba todos los días de esto, pero en el fondo esa falta de deseo de ella era un premio para  el suyo: poder salir solo.

Ignacio paseaba el perro por las calles ya oscuras de un San Cristóbal que nunca fue su barrio, aunque vivió allí la mayor parte de su vida. Caminaba tres cuadras o cuatro, doblaba con el perro, seguía tres y encontraba una plaza y siempre se sorprendía de que estuviera allí, como descubriendo una ciudad ajena, una ciudad que visitaba. Elegía un banco que no estuviera muy meado, que no tuviera un vino volcado cerca, eran los peores olores. Un sorete de perro, el olor a sucio de un linyera se lo podía bancar, pero un tipo meado, o el vino en una cajita abierta humeando desde la tarde, dejando salir los hedores avinagrados de ese vino de mierda, eso era imposible, y hasta Ruffo lo sabía.

Una vez sentado prendía un porro y miraba al perro deambular de aquí para allá, olfateando todo, marcando el terreno de vez en cuando. Él abría los brazos sobre el respaldo y miraba el cielo sabiendo que en sus bolsillos solo estaban las llaves de la casa, el encendedor y la cajita de plástico donde guardaba porros y tucas. No había celular ni billetera, nada que lo pudiera interrumpir y si venía algún chorro solamente las zapatillas corrían riesgo. Siempre pensaba eso y muchas veces se atragantaba con el humo solo, al reirse imaginando la cara de ese chorro que nunca apareció pidiéndole plata y mirándo las zapatillas, unas Topper blancas arruinadas que daban más pena que su vida misma.

Ruffo iba y venía hasta que se cansaba y se tiraba en los pies de Ignacio, apenas apoyado como para sentir que estaba allí. Sin importar que fuera verano o invierno Ignacio siempre se quedaba un rato más y mirando las luces del edificio que lindaba con la plaza se imaginaba la vida de los demás.