domingo, 11 de mayo de 2014

La mirada de Atilio

(Me crucé con el viejo de nuevo, hacía mucho que no lo veía y me fuí a tomar un café. Estuvo un rato mirando la nada y de pronto me largó el cuento, no está completo porque de memoria no me acuerdo todo, pero es la transcripción más fiel que logré)

Hubo una pequeña conmoción y levanté mi cabeza para ver que pasaba. Estos días me duele todo, desde la espalda hasta las rodillas. Cuando quiero hacer fuerza con las manos a la mañana se me parten los nudillos antes de poder abrir la canilla. Pero para esta edad poder vivir solo es un regalo.

Resultó que había un malentendido entre el pasajero y el chofer del colectivo. El pasajero creía que ya le habían cobrado el pasaje y que le querían cobrar de nuevo, pero el chofer se empeñaba en explicarle que la chicharra que escuchó fue porque no pudo leer la tarjeta. En dos minutos comenzaron las verbalizaciones excesivas y el resto de la gente solo miraba para alimentar ese fueguito inocente que son las rencillas públicas, para avivarlo hasta lograr una hoguera lo suficientemente grande como para quemar a alguno de los participantes.

En el asiento contiguo al mío había una mujer joven, no tendría más de 35 años. Sin separar la cola del asiento movía el torso y estiraba el cuello para dar su pequeño aporte a la hoguera, que aún era solo una fogatita. Extraño mucho poder mirar a una mujer tranquilo y no quedar como un viejo verde. Desde hace unos años, salí de mi categoría de 'hombre mayor' y entré en la zona donde cualquier acercamiento o gesto que se pueda interpretar como lascivo será interpretado de ese modo. Ni preguntar en la parada si el colectivo pasa o cuantas calles faltan, nada. Ahora me la paso buscando pibes de veintipico cuando hago preguntas para que nadie se sienta acosado, y vivo mi propio acoso.

El tumulto paró y el colectivo se sacudió dando a entender que estaba por arrancar. Me había equivocado una vez más, la fogatita quedó solo en eso y no hubo quemados en la hoguera.  Doblamos tres calles más allá y pasé por la casa del Tano. ¡Cómo lo extrañaba al Tano! Pensaba en los años que trabajamos juntos en la oficina de importación frente al puerto, fue mi primer trabajo, y me dí cuenta que solo fueron quince o veinte años los que nos cruzamos, pero fui feliz. Era un tipazo. Íbamos a morfar a cualquier lado, hacíamos cola para los bailes del club Social cuando tocaban las orquestas y sacábamos a bailar a todas las minas que se disponían. No nos importaba nada, solo bailar, al igual que a ellas. Bailábamos con viejas, jóvenes, nenas, gordas, flacas. Había una tuerta que de verdad estaba enamorada del Tano, se dejaba un flequillo largo para taparse ese ojo ausente y por ello se volvía mucho más seductora sin saberlo. El Tano nunca cayó en su remolino y creo que lo lamentó, pero nunca lo hablamos. Nos meábamos de la risa contando chistes y escuchabamos a los hombres grandes contar aventuras de juventud cuando el baile iba terminado. Más de una vez me imaginé de ese lado, contándole estas cosas a los muchachos que escucharan, pero nunca pasó.


En el semáforo de Independencia me bajé, necesitaba salir un rato del colectivo, me estaba mareando. Me quedé frente a un kiosko como esperando a alguien, pero yo sabía que nadie vendría. Miré el cordón y me pregunté porqué me la pasé toda mi vida queriendo encontrarle un sentido a algo que no lo tiene.


A.J.P.