martes, 16 de julio de 2013

La sala de espera

La sala de espera estaba atestada. No era muy difícil, era el living de un departamento dos ambientes que había sido remodelado para recibir pacientes. La cocinita era ahora un depósito de materiales para oficina, salvo por la pequeña heladera y una máquina de café sobre la mesada. El baño, obviamente, seguía siendo baño y en el pasillo de distribución que daba al, ahora, consultorio, había una luz dicróica muy potente iluminando una representación de la ópera de París: el frente, laterales y el techo. Todo estaba alfombrado y le daba una leve solemnidad al lugar. Desde el pasillo se veía el reflejo de la pantalla de la chica que hacía de secretaria/asistente/recepcionista, esperando encontrar un mazo de cartas o alguna cuenta de correo personal, me encontré con la agenda de la doctora y a la chica haciendo malabares para que los que estaba en la agenda de papel en sus manos se transformara en realidad virtual en la computadora.

Cada tanto sonaba el timbre, la chica atendía, se levantaba con un manojo de llaves, salía por la puerta del frente y volvía acompañada por un paciente. Cada vez que salía alguno, sin importar si era o no la primera vez, le aclaraba:

- Abajo le abre el encargado o el guardia de seguridad.

No éramos muchos los que estábamos parados, pero había una sensación de cofradía. Nos dividíamos en dos grupos: los que formaban una cola virtual para ir ocupando los lugares que se liberaban, y los que esperábamos nuestro turno parados a como diera lugar. Cada vez que un lugar se desocupaba, el siguiente en la cola, que normalmente había llegado atrás nuestro, chequeaba con la mirada la situación. Intercambiaba gestos y, actuando sorpresa, miraba hacia todos los costados para confirmar que no estaba usurpando lo que por tácita ley le podía corresponder a otro. Los que hacía cola tenían una clara noción de a quien le correspondía el turno, si alguno gesticulaba o se movía antes de tiempo era reprendido o advertido por la mirada del resto, para dejar en claro quien debía sentarse.

Sonó una vez más el timbre, yo sospechaba que el siguiente turno era el mío, o tal vez uno más, pero ya no tanto. Las partidas de la recepcionista a la puerta de entrada retrasaban el asunto, ya que si la doctora se liberaba, era aquella la que anunciaba a quien le tocaba pasar. Como en todos los órdenes de la vida, la proximidad de realización generaba un pico de ansiedad, y si bien soporté con calma todas las anteriores incursiones a la puerta, ésta, que potencialmente retrasaba mi ingreso de forma más sensible que las anteriores, estaba dinamitando mi paciencia.

De pronto mis rodillas no pudieron más y quise pasarme de bando. Al salir del consultorio, el hombre le hizo un gesto a una muchacha, tal vez su hija, que estaba sentada justo al lado de la columna donde yo me apoyaba. Debí vender mis intenciones con algún movimiento, ya que el siguiente en la cola me miró entre sorprendido e indignado y cruzó miradas con los otros para ver si podía realizar algún tipo de queja. Sentí dentro de mi la batalla entre el cansancio y los hidalgos valores construidos a lo largo de una espera parado. Sentarme para ser llamado ni bien entrara la recepcionista sería casi penoso, mientras que sostener unos minutos más mi peso me permitirían alcanzar, tan solo para mi mismo, una nobleza que nadie entendería. Y decidí esperar.

La recepcionista no volvía, la puerta del frente había quedado entre abierta y se veía la puerta tijera del ascensor, pero claro, era un primer piso y seguramente había bajado por las escaleras. El tiempo desde que había partido hasta ahora se me hacía eterno, y para confirmar esa extensión la luz del pasillo se apagó. Pero claro, imaginé la situación, un paciente entrando, otro, con dificultades para caminar saliendo y la recepcionista atrapada en ese ida y vuelta, con la llave en la puerta, ansiosa pero sin querer faltar el respeto, esperando a ese hombre salir del brazo de la muchacha. Creí escuchar la gran puerta de hierro cerrarse y el sonido, hasta ese punto desatendido, de la calle caer en un silencio reconfortante.

Suspiré, vi cómo después de la escena de confirmaciones y pantomimas el siguiente en la cola se sentaba a mi lado, evitando mirarme de frente, pero atento a mi presencia y yo a la suya. Una de mis rodillas se venció y tuve que afirmarme con el borde de la silla para no caer.  No creí poder estar tan vencido, pero escuchaba los pasos subir por la escalera, pronto todo terminaría, escucharía mi nombre y apellido en voz alta y tomaría mis cosas, entraría al consultorio y todo comenzaría de nuevo. Renovado de energías tendría mi consulta y luego me marcharía caminando, hasta bajaría las escaleras sin problemas, bromeando con la ya cansada recepcionista.

Por la puerta apareció una masa peluda que ocupó todo el marco de la puerta, era de un color violeta rosado como el de los peluches. Se paró allí y bloqueó la totalidad de la abertura. Creí estar alucinando y miré al resto de la sala para ver expresiones desencajadas, todos boquiabiertos intentando, como yo, comprender que era eso. Por entre los pliegos apareció una mano, que a pesar de tener el tamaño de una mano adulta, era rolliza como la de un bebé. Se tomó de un lado del marco y empujó hacia atrás hasta lograr que la mitad de la masa de su cuerpo atravesara la puerta, vi cómo doblaba el cuello para meter la cabeza y un zapato rojo de charol asomaba debajo del peluche. De pronto, frente al escritorio estaba esta mujer hiper masiva, destellando como un cuerpo celeste en medio de la habitación, esperando que la recepcionista volviera para ser anotada en el lugar que le correspondía. Pero la recepcionista nunca volvió, en vez de suceder aquello, esta mujer tomó la lista, la recorrió con el dedo hasta el último de los nombres tachados y el primero que encontró sin marcar lo pronunció mientras echaba una mirada a todo su entorno. Era el mío.

Titubeé, no supe como reaccionar o si debía disimular, como le resto de la sala comencé a mirar a mi alrededor buscando el dueño del nombre, pero sus pequeños ojos, negros como los de un pajarito, casi tan pegados que no dejaban lugar para su nariz, me estaban mirando profundamente, hipnotizandome.

-Aquí- sólo eso atiné a decir.

Como un fulgor se trasladó desde allí hasta aquí, mis ojos estaban a la altura de la curvatura donde alguna vez tuvo la quijada. La escuché que decía mientras abría grande su boca:

-Pues ahora estoy yo.

Y me tragó.