domingo, 28 de diciembre de 2014

Sin espacio



Era una de las primeras mañanas que no hacía frío. Estaba otra vez en la parada del colectivo pensando como viajar, ya que tenía varias alternativas. Las alternativas son todas parecidas, algunas implican caminar un poco más, otras tardar más tiempo pero viajar sentado y cómodo, otra es más cara, pero rápida y a veces cómoda. Esa mañana tenía tiempo, podía elegir la de tardar y viajar sentado y cómodo por poco dinero.

Hay una combinación, la cara y rápida, que a veces no parece funcionar del todo. Me tomo una combi que me lleva a unas pocas cuadras de mi destino, aún así tengo que tomarme otro colectivo, pero que se mueve transversal al tránsito, digamos que si las calles norte-sur son las complicadas, éste hace un recorrido de este a oeste. Los problemas son dos, muchas veces es el último asiento el único que queda libre, siendo que es bastante incómodo, y el otro problema es que el último tramo es una lotería, puede demorar cinco minutos o veinte, tirando la noción de 'rápido' por la ventana.

Allí estaba pues, esperando mi colectivo cuando veo venir una combi semi vacía, no hacía falta en términos de tiempo que me subiera a ella, pero de pronto se me ocurrió viajar bien cómodo y tranquilo con los tiempos, alcé mi mano.

El último asiento de la fila simple estaba libre, suele ser el mejor y allí me dispuse a sentarme, acomodé mi bolso bajo mis piernas, tomé mis lentes y mi libro y me regodee en la idea de haber acertado en esa decisión rápida.  Una voz, en ese silencio amortiguado por los interiores del vehículo, se destacaba sobre el murmullo, una voz de mujer que sonaba exasperada, harta de algo. Hablaba por teléfono.

Intenté distraerme de la situación y probé imaginar intensamente la escena en que Steinbeck pintaba el pueblo de Salinas. Las montañas teñidas de color por las flores y el sol, el río corriendo a sus pies mientras la infancia se le escapaba por los dedos sin más remedio. Recordé mi infancia y algunos momentos de soledad e introspección como los del personaje del libro, creí sentir el murmullo de las palabras recitadas por ese Steinbeck niño, dolido en saber que tuvo una infancia dura pero feliz y que jamás volverá a vivir esos momentos. Me preguntaba si mi infancia había sido de algún modo dura o si ello podría darme una forma en mi madurez, miraba por la ventana las casas que desde siempre había mirado cuando hacía ese camino en auto con mis padres, cuando un grupo de neuronas disparó una alerta.

La voz cambió, dejó la tensión y el hartazgo para volverse algo más dulce y tranquila y así la recordé. Era la voz de Marcela. Me levanté un poco para ver si lograba verla, pero la combi tiene esos asientos altos que no dejan adivinar nada desde atrás.

En la fila de asientos simples estaba libre la segunda butaca, podía cambiar de asiento y en la operación mirar el origen de la voz y saber si era Marcela. Por otro lado, habían pasado casi diez años de la última vez que nos vimos, esa última vez.

La última vez con Marcela había sido bastante catastrófica. A fin de año por el barrio se suelen organizar fiestas de todo tipo, la voz corre y la gente sin saber muy bien de dónde ni cómo se entera  y va circulando por esas fiestas. El asunto fue que un día veintisiete de diciembre, que caía viernes, estaba con mis amigos cuando uno trajo el dato de una fiesta. Llegamos y allí estaba Marcela, que claramente estaba un poco bebida, pero no tanto. Me acerqué para saludarla y casi sin saludarme me reprochó que durante los cinco años de escuela que compartimos nunca, literalmente nunca, había intentado nada con ella a pesar de que se había esmerado en construir por todos los medios de comunicación posibles, un sólido puente donde dejaba bien claro que yo le gustaba. Pues ahí vino la pregunta, ¿acaso no la encontraba atractiva?

Marcela era una chica que como dicen en las películas, era de otra liga. Lo tenía todo, era inteligente, era bonita de cara, tenía muy buen cuerpo, sabía vestir. Creo que jamás me habría percatado que tenía alguna intención conmigo pues yo había apagado el radar ya que no me consideraba un tipo de su consideración.

Lo bueno del paso de los años es que podemos referirnos a nosotros mismos como terceros, tratarnos de imbéciles sin caer en la humillación, y hasta tal vez tomar ventaja del momento y anclar las diferencias que ahora nos engrandecen respecto de ese berberecho idiota que solíamos ser y que muy posiblemente tenemos aún por algún lugar del ser. Fue así entonces que intenté pasar de la zona de reproches a una más amable que permitiera reeditar las mejores partes del pasado para capitalizarlas en el presente. Marcela me lanzaba puñales con los ojos mientras yo intentaba explicarle que era tan hermosa que no pude hacerme cargo en ese momento de ninguna de las insinuaciones que me hacía, que mismo muchas no las entendía pero que en retrospectiva me sentía halagado.

- Andá a freir churros- no fue exactamente lo que dijo pero la intención es bien parecida.

Alcé mi cabeza con dignidad, miré mi vaso medio lleno con sidra de la peor y sin perder la elegancia pedí permiso para retirarme y volví con mis amigos. Luego de dos o tres horas de baile descontracturado y desaprobado por cualquier coreógrafo que tenga un mínimo de amor propio, me dispuse a retirarme, cuando vi a Marcela apoyada en una columna mirando al infinito con cara de enojada.

- ¿Qué pasa?
- ...
- Todo bien, solamente quiero saber si te puedo ayudar con algo, si te estoy jodiendo me voy
- Me hiciste mal
- Mirá, reconozco que fui bastante corto, pero no voy a hacerme cargo de eso. Si maquinaste alguna cosa, iba a ser conmigo o con cualquiera
- Yo quería con vos, no con otros... Entre los otros solamente había unos estúpidos que solo me querían en la cama.
- Teníamos quince años ¿Qué te hace pensar que en ese momento yo no hubiera querido eso sólo también?
- Cuando estábamos en segundo me habían crecido las tetas, estaban todos los imbéciles mirando como si se acabara el mundo desde que entraba a clase hasta que me iba. Un día el profesor de biología preguntó por un trabajo práctico que no tenía nombre, cuando dijo que la calificación era buena vos aseguraste que debía ser mío ya que era la más inteligente del curso.

No tenía recuerdo del momento y a decir verdad, si no le estaba mirando los pechos era porque no me había percatado. En ese momento, entendí que ése era el último puente que estaba construyendo y decidí utilizarlo. Me quedé en silencio y vi su cara transformarse desde una profunda expresión de odio y resentimiento a una leve mirada con interés. Avancé para besarla y me dejó hacerlo, pero no me contestó el beso. Cuando la miré me estaba mirando seria y me explicó que atrás mío, a pocos metros, estaban sus amigas mirando y todas ellas conocían a su novio. También conocían la historia conmigo ya que la mitad eran compañeras de la escuela.

- Perdón, un faux pas de nuevo, después de tantos años.

Sonrió y sin decir nada se fue. Mis amigos estaban bajo el dintel de la puerta que daba al patio boquiabiertos.

Pasó otro rato y no podía quitarme la sensación de su boca en mis labios, estaba obsesionado y no sabía como reaccionar. No paraba de traer momentos a mi cabeza, en el patio sentado con ella en silencio durante un recreo, caminando juntos hasta la esquina donde doblaba hacia su casa. Me preguntaba como alguien puede ser tan ciego y siempre la respuesta era la misma, yo no era esa persona, era ese imbécil del que me reía antes. Me cansé de todo, bebí lo último del trago que tenía, que bastante caliente estaba, y decidí irme. Cuando encaré para la puerta, la ví que salía delante mío con una amiga a la vereda. Allí afuera doblé para el otro lado para esquivarla, cuando me llamó.

Me miró con ojos dulces y me dijo que a veces, había que insistir un poco, me tomó la mano y me besó en la mejilla. La miré cuando se daba vuelta y se iba. Estaba convencido que ya no era ese imbécil ciego, pero ahora acertaba cuando pensaba que era simplemente un imbécil con más años.


La combi estaba llegando a la esquina donde me bajaba, el tiempo había sido bueno e iba a tener tiempo de desayunar tranquilo antes de ir al trabajo. Tomé el bolso, guardé mis cosas y desanduve el pasillo hasta la puerta delantera, cuando llegué al frente le pagué al conductor y lancé una mirada hacia la butaca de donde venía la voz. Allí estaba, bella como siempre, Marcela hablando con otra mujer sentada a su lado. Bajé y caminé los cincuenta metros hasta la parada del colectivo. El sol corría por las calles anunciando un día de calor.