miércoles, 17 de abril de 2013

Los comienzos (San Telmo)

Estaba en un bar de Lomas de Zamora. La policía acababa de entrar y nos pidió amablemente a quienes estábamos dentro, que nos quitáramos las zapatillas y las pusiéramos en orden sobre la barra. Cosa que hicimos sin dudar. Allí estábamos Rodo, Luciana y yo, parados en la hilera contra la pared. Las manos cruzadas por delante y la cabeza gacha, sin entender nada. Teníamos dieciséis años.

Un policía de civil con camisa multicolor, muy de la época, nos miraba fijo pero sin ser amenazante. El otro, con pinta de ser el modelo de la foto del prospecto que utilizaba la fuerza para reclutar, revisaba los calzados con sumo cuidado, por dentro y por fuera. Si tenían plantillas, las sacaba y controlaba el fondo. Tiempo después me explicaron que estaban buscando drogas ocultas.

El brazo de Luciana rozaba con el mío, era verano y hacía años que nos conocíamos, desde la primaria. Siempre me ponía nervioso con ella, fue la primer chica que me gustó. Fue la primer chica que no me daba ni cinco de pelota o al menos eso creía yo.

Terminó la razzia, como le decíamos sin saber qué era, nos pusimos las zapatillas y la cana se fue. Medio nerviosos volvimos a nuestros lugares en las mesas y de a poco empezamos a escuchar la música de nuevo y a sorber nuestras cervezas. No decíamos una sola palabra y ahí saltó la cosa, Luciana me miró y me pidió que dijera algo, que siempre yo tenía algo para contar o para decir.


Cuando estábamos en quinto grado, yo me sentaba a su lado y, como aún hago hoy, parloteaba todo el día. Ella me chistaba y me pedía que la dejara prestar atención. Luego, en los recreos, si estábamos haciéndole la corte a alguna chica (cuando alguno gustaba de una, el resto iba en patota a disimular, a hinchar las pelotas para que no se notara tanto, cosa que fallaba ya que se entendía enseguida qué estaba pasando) yo me hacía el boludo y me iba siempre para el lado donde estaba Luciana y le hablaba. Ella nunca me escuchó, era como no estar allí. Si bien me miraba y movía la cabeza, incluso a veces venía luego y me decía algo relacionado con lo que le había dicho, nunca jamás me escuchó.

Había momentos donde me interrumpía de un modo tal que parecía no importarle si yo estaba escuchando, hablando, corriendo o saltando. Simplemente lanzaba una frase y me miraba. Siempre me tomaba un momento desprender de mí el deseo de terminar mi frase, despejar la cabeza y procesar lo que me había dicho para darle alguna respuesta, si es que eso era lo que buscaba. Pero en ese tiempo, ella ya saltaba a otra cosa:

-Me parece que Gustavo está atrás de.... - empezaba yo.
-¿Te parece que es muy lejos Monte Grande? Mi viejo quiere ir a visitar unos amigos pero quiere que vayamos en tren ¿será mucho viaje?
-....eh... no, me parece que en unos.....
-El otro día Silvina estaba atrás de la escalera toda colorada y le pregunté que le pasaba y salió corriendo. Después de eso Miguel apareció de la nada con cara de asustado, para mí que se estaban dando besos ¿Sabés si a Migue le gusta?
-¿Miguel? ¿Qué?

Esas cosas eran moneda corriente, lo loco es que tal vez una semana después venía y me preguntaba por Gustavo, que quien era la chica y yo ya ni sabía de qué me hablaba. Pero como siempre, moría por ella.

Habían pasado los años, de algún modo seguimos amigos porque yo iba a otra escuela, pero ella y Rodo cursaban juntos y yo siempre había sido muy amigo de los dos.

Una aclaración, Rodo se llama Martín, pero cuando estábamos en el viaje de egresados le compró de regalo a la madre un tucán de rodocrosita en Carlos Paz. La madre tenía un mueble vitrina para cristalería y en el estante del medio tenía muchas piecitas de jade, algunas partidas y pegadas de nuevo. Había de todo: animalitos, tótems,  plantas y otras figuras que ni sé que eran, pero eran algo. Cuando Rodo llegó, la cosa esa roja y tosca pasó a coronar el centro de la escena. La madre estaba tan contenta con su regalo que, el entonces Martín, empezó que la rodocrosita esto, la rodocrosita lo otro, que la piedra nacional y qué sé yo cuantas otras pesadeces. Le empezamos a decir rodocrosita a él. Luego Rodo, y para cuando nos dimos cuenta, la mitad de Banfield le decía Rodo. Listo, Rodo.

Entonces ahí estábamos en medio de la adolescencia: Rodo, Luciana y yo. En ningún momento soñé con Luciana, a pesar de estar perdido por ella, la veía como fuera, más que nada por la poca bola que me daba. Ése día en el bar me llamó la atención que me pidiera que hablara y si bien no recuerdo de qué, sé que empecé con algo, cualquier estupidez. En ese momento dedicaba una buena parte de mi tiempo no escolar a recolectar datos de las bandas de música que me gustaban. Seguramente tenía algún dato para comentar y salí por ese lado, pero siempre me acordé del momento como algo fundacional: Luciana quería que yo hable para escuchar.

Terminamos medio arruinados, como pasaba muchos fines de semana a esa edad y nos conseguimos un flete para la Capital. Había un grupo que nos gustaba que tocaba en un teatro llamado Arlequines, o así lo recuerdo yo, que quedaba en un subsuelo de la esquina de Defensa y Cochabamba. Llegamos a Constitución como a las dos de la mañana, yo no paraba de pensar en lo fútil del viaje ya que me imaginaba a la banda desarmando el escenario. Caminamos por Brasil y doblamos en Defensa. San Telmo no era lo que es ahora y se podía poner pesado para tres boluditos de dieciseis con cara de vírgenes. Y yo lo seguía siendo también, no solo portaba la cara.

Al llegar vemos gente en la puerta y un poco de tumulto: no había más entradas, pero la banda no había tocado. En ese momento se baja de un taxi un tipo partido al medio del escabio, se tropieza con el cordón y manda a vuelo rasante el estuche de un saxo, atajado de manera inverosímil por Luciana. Compuesto ya de su accidente y tratando de portarse galante, reclama el instrumento y le dice a Lu: "Vos entrás conmigo".

Puede parecer una escena interesante, intensa, rockera si se quiere, pero en realidad eran tres pibes de dieciseis semi borrachos en una vereda, hablando con un tipo que rondaba los cuarenta (para nosotros un viejo de mil años) completamente encurdelado, tirándole 'onda' a una nena. El que vió esto fue el manager o vaya saber qué de la banda que se bajó y pagó el taxi atrás del otro y luego de quitarle amablemente el saxo a Lu y poner en vereda a su músico, nos dió cinco entradas de prensa.

La frescura de la edad nos impedía 'venderlas' pero estaba dentro de nuestra concepción de 'legalidad' intercambiar las entradas que nos sobraban por favores de los beneficiados en la barra. Y así fue: cuatro tragos, dos por entrada.

Solo voy a decir que durante el recital aprovechaba la oscuridad de la sala para mirar de reojo a Luciana que estaba extasiada con la música y bien podrían haber bajado veinte platillos voladores y abducirme que no se hubiera percatado. Rodo se había ido para adelante para ver mejor, pero al rato volvió medio roto por los apretujones.

Salimos del recital y bajamos por Chacabuco para el todavía abandonado puerto. Yo fumaba sin saber por qué y los otros dos, que no habían caído en esa tontería, caminaban un poco más adelante. Luciana tomó del brazo a Rodo y le puso la cabeza en el hombro. Morí, literalmente.

Llegamos a un dock, no tenían ninguna baranda, los pisos eran de empedrado y como no se usaban hacía años tenían pastitos creciendo por todos lados. Había tramos de vía, algunos eran para trenes de carga y otros para movilizar las grúas abandonadas. La mayoría de las grúas conservaban las escaleras que llevaban a la cabina de mando y nos pareció una buena idea subir. Rodo empezó a pensar, no sin sentido, que no era una buena idea por los prefectos que recorrían el lugar y además por los posibles seres que podían poblar esas cabinas, desde ratas hasta pordioseros.

Luciana comenzó a subir y cuando había recorrido un par de escalones se dió vuelta para ver quien la seguía. Allí estabamos los dos, mirando para arriba como tarados y quietos, pero entonces me animé y subí. Rodo se quedó abajo lanzando advertencias y llamando. Subimos hasta la cabina, no había nada ni nadie. Solo vidrios rotos, unas palancas oxidadas y un suelo de madera que no parecía muy sólido.

Después de investigar un poco nos dimos vuelta y vimos que por el frente, que apuntaba al este y era de vidrio, se veía el río rojizo, estaba clareando y amanecería en un rato. Luciana me tomó del brazo y me volví a poner nervioso como en el bar, estábamos muy borrachos y se escuchaba la voz de Rodo desde abajo. Nosotros mirábamos en silencio el río:

-Estás super callado- dijo ella.
-Y vos estás escuchando- le solté sin pensar.
-Je, si, un poco.